Reportes de una construcción en el Teatro Cubano

Reportes de una construcción en el Teatro Cubano

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Fue para la aparición del teatro nacional algo realmente importante la conjunción de identidad y caballería, aunque parezca una broma, las primeras piezas dramáticas que versaron alrededor de ideas más o menos pícaras, y más o menos problemáticas, estaban situadas en el medioevo. Fue así como nuestra escena nació del pecado de la perjura, ese que cometemos al mentir, al evocar en vano el nombre de Dios, al tiempo que pervive en la memoria, pues simboliza la presencia espiritual de una idea subrepticia sobre una posibilidad real, pero no comprobada.

Así fue como entre los años 1838-1868, según Rine Leal en La selva oscura, suerte de santo grial de la Historia del Teatro Cubano, nació la identidad de nuestra escena. La provocación de una idea sobre los reyes del medioevo y sus lacayos, sobre las trifulcas entre caballeros y lucha por el poder, hacían de las autoridades personajes metamorfoseados, pero igual de discernibles.

Bajo el hálito del Romanticismo aumentan las censuras de obras teatrales pues llevan el dolor de una responsabilidad, de una toma de conciencia; y aunque se refiera a geografías lejanas, lo cierto no puede ocultarse, y lo que se sabe no se pregunta, razón por la que “hasta 1830 no se había publicado más que uno u otro ensayo dramático, pero con la irrupción del Romanticismo se han escrito en diez años sólo en La Habana cerca de 80 piezas dramáticas”, tal como versa en La Prensa, el 29 de octubre de 1841.

El Romanticismo en Cuba tuvo sus particularidades pues no venía tan afianzado como en Europa a las condiciones de un movimiento filosófico, más sí a la idea de Libertad. De todos modos leíamos a Victor Hugo, Alejandro Dumas y pensábamos en la importancia del intelectual en la concepción de una cultura autónoma y representativa de nuestros valores como nación. Amén de que muchas de las obras que se escribiesen se desarrollaran en parajes alejados completamente de nuestra imagen.

Para los que han sugestionado su lectura ya en la primera página les espera una larga tortura, pues el presente texto ha sido elaborado tras la revisión bibliográfica de referencias citadas en el presente texto, para ofrecerles más veracidad a los lectores, al tiempo que consumen cuartillas y acercan al autor al límite propuesto. Les propongo entonces, ya con la base del Romanticismo como corriente benefactora de los autores, hablar de cómo miramos la escritura, el acto físico y artístico de crear un discurso.

Sin embargo, considero sería más oportuno y “legal”, traer a colación una autoridad como Roland Barthes para que nos dé el pie forzado.

(…) el poder o la sombra del poder siempre acaba por instituir una escritura axiológica, donde el trayecto que separa habitualmente el hecho del valor, está suprimido en el espacio mismo de la palabra, dado a la vez como descripción y como juicio. La palabra se hace excusa (es decir un “otra parte” y una justificación). Esto, que es verdadero para las escrituras literarias, donde la unidad de los signos está incesantemente fascinada por las zonas de infra o de ultra-lenguaje, lo es más aún para las escrituras políticas, donde la excusa del lenguaje es al mismo tiempo intimidación y glorificación: efectivamente, el poder o el combate son los que producen los tipos más puros de escritura. (Barthes)

Bastante cercano teníamos el juicio cuando hablábamos sobre el camino representativo de los dramaturgos que en el siglo XIX  al escoger para presentar sus anécdotas, los parajes venidos del Romanticismo “original”, ese que nació en Europa y que cobró la vida de más de un artista persiguiendo el sino trágico de su filosofía sin yoqui. Pero los cubanos tenían algo claro, la persecución de algo más: el descubrimiento de la identidad; así ninguno fue a pensar en las batallas de los grandes imperios como extracción de las pasiones humanas, sino escogieron sus protagónicos con la sapiencia del paralelismo ficción-realidad con todas las de la ley.

Las miradas de los autores se refugiaron en las prístinas epopeyas de las conquistas de imperios mesoamericanos, y en las alusiones a los demonios de historias de caballería. Porque realmente se invocaba otra realidad en la escena, pues se comenzaba a buscar una manera sutil de explicar al público, lo que para la intelectualidad era su pan de cada día, pero bajo el cuidado de no ser sorprendido amasándolo.

No hay duda de que cada régimen posee su escritura, cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, siendo la forma espectacularmente comprometida de la palabra, contiene a la vez, por una preciosa ambigüedad, el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él: una historia de las escrituras políticas constituiría por lo tanto la mejor de las fenomenologías sociales.  (Barthes)

Los escritores del XIX no pretendían huir de la ley con subterfugios simplones, bajo la protección de una credulidad artística y filosófica se concentraban en las tertulias de Domingo del Monte a madurar sus ideas independentistas. Ahí residía la peligrosidad de estos hombres, y por la que muchos fueron arrastrados al exilio en la discordancia con el régimen español, en la acertada/delgada línea de la disidencia.

José María Heredia (1803-1839) fue uno de los desterrados por ideas independentistas. Más no fue en su teatro donde las expuso con más fervor, sino en su poesía, el alma de sus verdaderas preocupaciones. Mas el presente trabajo lo menciona como el precursor que fue del Romanticismo en Cuba. Con Eduardo IV o El usurpador clemente y El campesino espantado, ambas de 1819, que constituyen obras de adolescencia y sin muchas huellas en la historia, el autor comenzó a pensar “el teatro en grande y con una concepción trágica que soñará alguna vez en aplicar a América”.

No sólo las magnas piezas construyen la historia, son los amagos, las zancadillas y traspieses, los que funcionan como caldo de cultivo de esas que luego serán las cimas mencionadas en clases como un algoritmo sin retroceso ni zonas oscuras. Heredia fue una de las figuras que se ubica en los libros como opositor, conspirador, y probado políticamente incorrecto para la colonia española; al tiempo que desde su temprana adolescencia escribió las piezas que luego muchos seguirían como luz del túnel teatral.

Por otro lado, Francisco Xavier Foxá (1816-sf), escritor dominicano residente en La Habana, fue el autor de varias obras entre las que se cuentan Ellos son y El templario, ambas representadas en el Teatro Tacón en 1838. Mas su impronta no está en estas dos piezas, sino en las dos próximas: Pedro de Castilla y Enrique VIII, ambas censuradas y de 1838.

No es gratuito observar que Pedro de Castilla, de Foxá es prohibida en 1838 tras su segunda representación en medio del entusiasmo y disturbios que cuestan la vida a un espectador, y que este sea nuestro primer drama romántico, o que Un poeta en la corte de Milanés tenga que esperar seis años para el permiso de impresión, y que hasta una dramaturga nada conflictiva para la corona como La Avellaneda sufra tres censuras en Cuba… ¡y ninguna en España! Los románticos acaparan los temas trágicos y serios, los nobles personajes, la gran poesía y el ambiente exótico y nos hablarán de los incas, de las cruzadas, de reyes y monarquías extranjeras, de Napoleón, de Irlanda o Mauretania y, por supuesto, los temas del Medioevo español.  (Leal, 1975)

Cierto es que las ventiscas de sonado movimiento artístico no dejan escapar a nadie de su fuero. Y por supuesto, con una historia que narra los sucesos alrededor del rey Pedro, llamado El Cruel (1367) y la lucha con su hermano bastardo Enrique de Trastamara; con la competencia por el amor de Doña Blanca en medio, y saliendo victorioso Enrique, no se puede esperar otra reacción de las autoridades.

Con la persecución de la ley, era muy probable que se encontraran relaciones de parentesco entre los personajes representados y los españoles gobernantes, pues tomando las líneas de las obras que tenían un breve matiz ambiguo, los presentes aprovechaban para lanzar propagandas a favor de la obra y la libertad de Cuba.

La lista de piezas censuradas es asombrosa, pero igualmente lo es la resonancia de la vida nacional en la escena.  En 1850 Narciso López desembarca en Cárdenas y apenas un año más tarde el teatro ofrece dos versiones de su ataque: Los héroes de Cárdenas, cuadro dramático en verso, de Vicente Oliete y El susto de Cárdenas o la expedición a Cuba, de los andaluces José M. Romero y Juan Corrales, pieza cómica de circunstancia, también en un acto. La primera de estas obras, única que he localizado, fue prohibida por la censura (al igual que la segunda) a pesar de la exaltación a España y la condena de López y “sus piratas”, lo que demuestra que las tramas de la política son generalmente más sutiles y variables que las del arte. Sin llegar a la masacre de El Perro Huevero (1869), la confrontación entre escena y poder español nutrirá la censura en la medida que el teatro se cubanice por los años y España aumente la opresión policial.  (Leal, 1975)

Así llegamos a la figura de José Jacinto Milanés (1814-1863) uno de los más importantes autores del XIX. Descubierto por Domingo del Monte y parte de sus tertulias junto a José Zacarías González del Valle y Ramón de Palma, Anselmo Suárez y Romero, Felipe Poey y Plácido; inspiración de la obra El conde de Alarcos, la cual fue el primer gran suceso del teatro cubano, tomando al Pedro de Castilla como su antecedente. La obra significó un punto de giro para el teatro nacional, no por su historia que narra un romance que transcurre en el siglo XIII, sino por lo que reprensenta: la lucha del arte nuevo contra el arte viejo, lo que también tiene otro paralelo en la política que se vió retomado tras lo concebido por Foxá.

Las obras y autores que han sido mencionados hasta el momento, construyen una lista de posibles detonantes en la lucha por la independencia y la búsqueda de identidad en un teatro que se iba reconociendo al ritmo de sus intelectuales. Fue una época donde la posición “v/s España” era pagada con la expulsión del país. Nadie podía emanciparse del dominio y mantener su obra publicada, o representada, como tampoco nadie podía seguir en suelo cubano en contra del Capitán General y su política.

Disidir traía consigo la expulsión, disentir significaba más que oponerse o encontrar la curvita. El Romanticismo como corriente estética mantuvo una capa protectora sobre los que se erigían desde su púlpito. Muchos desde esa posición supieron travestir un discurso político tras la saya de un romance, aunque luego fuesen descubiertos.

El teatro que se desarrolla fuera de la Isla es también un teatro de resistencia que se manifiesta cuando el dramaturgo no se siente parte integrante del ámbito social en que vive, cuando despliega los valores dejados atrás o que se llevan en la sangre a pesar incluso del nacimiento en suelo ajeno, o simplemente cuando se autocalifica de “latino” o “hispano”, lo que señala ya una condición que lo hace diferente a “los otros”, y que por ende defender para sobrevivir. La resistencia se hará sinonimia con la supervivencia, y el mismo hecho de escribir será la expresión de una identidad amenazada que se preserva a través del acto de creación.  (Leal, Ausencia no quiere decir olvido)

Los autores desterrados, como Heredia y Domingo del Monte, o convencidos a la partida como La Avellaneda, seguirían escribiendo desde la distancia. Quizás con epígonos más o menos revolucionarios, más o menos evidentes. Pero desde la posición “natural de” esa que no puede negarse, que por mucha hojarasca encima, siempre tendrá en el fondo la claridad de su impronta, la pervivencia de la marca del exiliado.

Cuando volvamos sobre la historia del teatro y decubramos que nacimos de una invocación disfrazada, no será más un pecado original. Será la singularidad que permitió esta mezcla, los golpes y censuras que perviven en la memoria, pero que dictaron las leyes y aptitudes por las que hoy se construye el Teatro Cubano.

 

Bibliografía

Avellaneda, G. G. (s.f.). Baltasar.

Barthes, R. (s.f.). El grado cero de la escritura . Escrituras políticas .

Leal, R. (1865). Prólogo. Ojo con la finca.

Leal, R. (1975). La selva oscura. La selva oscura. La Habana, La Habana, Cuba: Editorial Arte y Literatura.

Leal, R. (septiembre-octubre de 1992). Asumir la totalidad del teatro cubano . Gaceta de Cuba.

Leal, R. (s.f.). Ausencia no quiere decir olvido.

Milanés, J. J. (s.f.). Del drama moderno.

Milanés, J. J. (s.f.). El conde de Alarcos.

Milanés, J. J. (s.f.). Ojo con la finca.

Diego Alonso

Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana. Cronista de su tiempo y amante del teatro y las películas de Almodóvar. Ha participado en varios Congresos internacionales con trabajos sobre teatro cubano contemporáneo, ejerciendo la crítica desde varias plataformas digitales. Actualmente cursa una Maestría en Artes Escénicas en Argentina.