Le toilette

Le toilette

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La poderosa imagen de aquella insólita poeta uruguaya, que llegada a México D.F en los años 60 conoció a los poetas más venerables de la ciudad y luego padeció en carne propia los disturbios del 68 y la violencia de los policías arrasando el campus universitario, refugiada en uno de los baños de la universidad con un poemario de Pedro Garfiasa Cuestas (¿uno de sus poemarios comunistas?) mientras todo lo demás sucumbía a la estampida de los uniformados, no ha salido de mi cabeza –como otras tantas imágenes de Roberto Bolaño- en largo tiempo.

No es porque la mujer se autoproclama, desde el inicio, “la madre de la poesía mexicana” que no la olvido. Tampoco se trata de su nombre, Auxilio Lacouture, tan singular e inolvidable. Lo que más me conmueve es su esquizofrenia poética, ese momento de atípica sacralidad en que decide proseguir allí, recluida en el váter, habitando aquellos poemas, desentendida del terror que se apoderaba del recinto.

Recuerdo un poco más: Auxilio comienza a recordar, de manera arremolinada, algunos fragmentos de poesías que decide plasmar en un trozo de papel higiénico. Al cabo, deja de hacer esto y condena la evidencia de su escritura, toda la literatura que podía recordar, todos los poetas que admiraba,a desaparecer por el escusado.

Bolaño, además, refiere otra experiencia –esta vez real–relacionada a un baño, que involucra a su entrañable amigo, el poeta Mario Santiago Papasquiaro. Según cuenta hubo un tiempo en que encontraba muy a menudo sus libros húmedos, con las páginas dobladas o arrugadas de manera irremediable. Ante tal incertidumbre comenzó a indagar y encontró en una ocasión a Mario Santiago leyendo en la bañera, el cuerpo desnudo e inmóvil bajo la ducha y las manos extendidas al frente sosteniendo un libro.

Las actitudes de Auxilio y Mario Santiago, muy parecidas al fin y al cabo, sostienen la íntima y a la vez precaria relación que se permiten hoy día los lectores con sus libros, con la literatura. Pero entenderlo supone ir un poco más allá.

II.

Este verano visité la casa de un militar retirado, amigo de mis padres desde hace varios años. El hombre contaba con un librero mediano dispuesto bajo una escalera, lleno de títulos tan desiguales que provocaban un ligero estado depresivo. Avanzada la tarde entré al baño de la casa y allí encontré otro reducido grupo de libros, algunos amontonados, otros muy bien organizados en una repisa, que me revelaron, sin temor a equívocos, la personalidad de nuestro anfitrión.

La nómina, por supuesto, era una alquimia del absurdo. Había clásicos del tipo Bertillón 166, Pasajes de la guerra revolucionaria, El socialismo y el hombre en Cuba e Y si muero mañana. Otra inmensa lista de abortos como El hombre que fue jueves, Enigma para un domingo, La última mujer y el próximo combate y El sereno que durmió demasiado. Los ya canonizados, Fidel y la religión y Cien horas con Fidel. La miscelánea testimonial del tipo Operación Carlota, Operación Peter Pan, Pusimos la bomba… ¿y qué?, Kangamba y Cuito Cuanavale en la memoria. Algún que otro horrible poemario de Jesús Orta Ruiz y –una rareza inexplicable– los Cuentos Completos de Virgilio Piñera. El resto era una caterva de manuales marxistas, teoría política y económicay varios diccionarios de ruso.

De regreso en la sala hablé un poco con Eduardo. Elogié suproverbial colección de bebidas y dije algo sobre el librero bajo la escalera. El hombre se apresuró a decir que aquellos libros los había dejado allí su difunto padre y tenía pensado desalojar el librero de un momento a otro. Los míos, enfatizó, son los que están en el baño, ahí es donde aprovecho para leer de vez en cuando. Entonces fue que entendí claramente la metáfora de Bolaño, el hecho de mudar el librero doméstico al baño: único lugar de la casa donde a ratos reviven las ganas de devorar algún texto.

III.

Me di a la tarea de revisar en detalle los baños de mis amigos, con tal de medir cabalmente sus aficiones literarias. Así, una tarde cualquiera me fui a casa de uno de ellos a devolver unos libros prestados y a tomar un exquisito té negro.

Sentí deseos de ir al baño y encontré, entre otras cosas, una colección de novelas francesas (en francés) de las cuales había leído unas tres (en español), sin que nada extraordinario llegara a ocurrirme. Probé a hojear una de ellas: La cartuja de Parma. Bajé mis pantalones hasta los tobillos y me senté en el retrete. Me pareció atractiva pese a que estaba en francés. Imagino que eso es lo que debía sentir en ese momento, al acariciar a Stendhal en su idioma nativo.

Según avanzaba crecía cada vez más mi excitación. Pensé, de un momento a otro, en masturbarme. ¿Por qué alguien haría algo así, sin estar leyendo a Henry Miller? Supongo que era el francés y su erotismo de marras. O quizás Stendhal describiendo esa batalla como si hablara de un prostíbulo parisino de siglo XIX: lleno de olores y cuerpos en trance. No alcancé a eyacular. Mi amigo arruinó el momento dando golpes en la puerta.

Una vez afuera, me miró con cara de sospecha, repasando mi cuerpo a ver si notaba algo raro. Creo que pensamos lo mismo. Al rato preguntó si intentaba robarle algún libro.

III.

Un veterano anticuario y homosexual, cuyo nombre dejaré en el anonimato, ofrecía una pequeña reunión en su casa. En su baño, de una pulcritud inolvidable, únicamente encontré a uno de los más serios y contemporáneos ensayistas que viven en la isla: Alberto Garrandés. El libro era Sexo de cine y estaba ahí casi intacto, marcado por una de sus páginas.

Al salir le dejé saber mi asombro por el libro y él apuntó que se lo había regalado una antigua pareja suya, un 14 de febrero. Supuse que aquel tipo era un cinéfilo empedernido, y además amante de la literatura. De otra manera no veo cómo se explica el hecho de regalar un volumen de ensayos sobre cine un día en que se regala todo tipo de cosas menos libros.

El hombre advirtió mi parcial desconcierto y me sugirió comprar aquel libro. Prefiero, aseguró, por mucho, leer lo que se dice ahí de las películas, antes que asistir al Yara o a cualquier otro cine de la ciudad para verlas con mis propios ojos. Y acto seguido me sorprendió con su explicación que en modo alguno tenía que ver con el cine. El hombre pasó cuando menos cinco minutos hablando de sexo. Aquel libro, según mi amigo, tenía el tono desfachatado y cercano de una revista pornográfica, a la vez que hacía mutar en verdaderas orgias las películas que sometía a análisis.

Dejé al viejo entre suspiros, con la certeza de que Garrandés provocaba con sus textos la misma intensidad de un Kamasutra ilustrado. Aún no he comprado el libro, y tampoco lo haré. El ejemplar que ahora permanece en mi baño lo extraje bajo un abrigo de una librería.

IV.

Un amigo confiesa haber leído toda la poesía de Lezama sentado en el retrete de su casa. No tengo a Lezama como un poeta escatológico, sin embargo, bien que merece la pena intentar esa fusión del verbo y la imagen refinada con esa mezcla de olores viscerales, excrementicios.

Motivado por la duda acudí a su casa y al entrar en el baño advertí que no bromeaba: ahí estaban,uno tras a otro, todos los poemarios del más gordo de Trocadero.

En el baño de un amigo escritor encontré una libreta con apuntes. Parecía un boceto de novela, aunque también podía ser el germen de un libro de cuentos. También había algunos libros en una cesta de mimbre, ninguno cubano.

Cuando le comenté sobre mi indagación me preguntó si había leído ya un ensayo escrito por Ezra Pound sobre Joyce, donde se afirma que las mejores páginas del Ulises fueron escritas durante un periodo en que el irlandés enfrentaba severos problemas intestinales. De manera que Joyce, según cuenta mi amigo, acudía constantemente al baño y esto no le impedía abandonar la escritura. “Siempre que volvía, escribe Pound, luego de varios minutos de retorcimiento por el dolor, lo hacía con nuevas y mejores ideas”.

VI.

Fue en ese pequeño bar del Vedado donde encontré “Shiterature”. Explico: “Shiterature” no es un software ultramoderno o una aplicación habilitada para Android. La cosa va de un estante; un simple estante de madera de un metro por un metro con dos secciones. Un oasis perdido en la intimidad de ese bar, confinado a las cuatro paredes del baño.

¿Qué hay ahí, después de todo?

Todo lo que un lector “respetable” conoce y a la vez recrimina; esa literatura que abunda en el Duty Free de las aerolíneas y en Amazon, la maquinaria mundial de bestsellers: todo Osho; Anne Rice, John Grisham, Stephen King, Dan Brown, E. L. James, Jorge Bucay, Isabel Allende, Paulo Coelho, George R. R. Martin, y un largo y generoso etcétera.

Los que pasan por allí, encorvados e indiferentes, miran un poco y arrugan el ceño. Regresan con sus amistades y comentan con ironía lo visto. Todos echan una carcajada y alguien añade alguna cosa. Alimentan su ego despotricando sobre esos libros que se extienden como un virus. Hacen la noche con esos chistes tan elementales y gastados. Ninguno de ellos, sin embargo, sospecha por qué “Shiterature” continúa ahí, sin probabilidades de desaparecer.

“Shiterature”, en principio, sustenta el equilibrio, la razón de ser de estos personajes.

VII

Se sabe que en la crisis de los años 90 en Cuba la ausencia de papel higiénico instigó al sacrificio de una ingente cantidad de ediciones cubanas. Cientos de ejemplares de Alejo Carpentier, Onelio Jorge Cardoso, Enrique Labrador Ruiz, Lisandro Otero, Luis Rogelio Nogueras, Nicolás Guillén, José Soler Puig, Mirta Aguirre y Dulce María Loynaz terminaron sometidos a la necesidad biológica del pueblo. Después de todo, los marxistas de gabinete jamás imaginaron que su noción de utilidad de la literatura asumiría una fase de tintes tan radicales.

La gente, un poco rabelesianamente, veía en los libros el “limpiaculos” ideal.

 

 

Jorge Peré

Crítico de arte. Licenciado en Historia del arte en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Textos suyos han sido publicados en diversas revistas especializadas y blogs digitales como Noticias de Artecubano, Hazlink, Señor Corchea, Artcrónica, inCUBAdora y Avistamientos.