Bailar se ha convertido en una tiranía

Bailar se ha convertido en una tiranía

Disfruto mucho las publicaciones de Julio César Llópiz. Lleva un vestido ajustado, se le dibuja un cuerpo delgado, anoréxico, tiene grandes gafas de lunas circulares y marco blanco. Baila bien el flaco. Nunca tuvimos inmensas conversaciones, eso comprueba que no es necesario sostener grandes pláticas para que surja la simpatía. Él fue de las primeras personas que conocí al llegar a la Habana. Las fiestas marcan a las personas que voy conociendo, la narrativa que les rodea. Fue la típica celebración clandestina donde lo conocí, todos fumábamos (yerba). Ahí vi por vez primera cómo una pareja de tres se besaba en amplias butacas acolchonadas, tapizadas de un tejido de algodón grueso, rojo. Ellos se besaban tratando de democratizar lo que, al parecer, no podía ser democratizado, el amor, el goce, la felicidad. Estábamos en una terraza, me acompañaba Eylin Lombar. Ella ya ha escrito sobre esa reunión, en el prólogo de la primera edición de Óxido.

Laura Domingo me pregunta:

-¿Eres feliz en Quito, Ecuador?

No le contesto, me quedo sin palabras, es algo horrendo quedarse sin palabras, es como quedarse sin aire, sin poder respirar. Leo en dos o tres ocasiones el mensaje. No quiero engañarla; lo cierto es que no sé qué responder.

¿Fui una persona feliz en la Habana? ¿Es feliz el chico que baila con un vestido a rallas? ¿Ser joven es ser feliz? ¿Ser joven es ser disidente? Yo he sido disidente sexualmente, políticamente, con mi familia. No he sido nada de lo que los demás esperan de mí. No tengo novias, tampoco novio, no soy un buen hijo, tampoco malo, no maltrato a mis padres, tampoco les demuestro amor. Algunos extranjeros al conocerme me dicen: pero no eres cubano. Todos me exigen algo que no soy. Me exigen interpretar, falsear, sostener, una persona que no habita en mí.

Bailar se ha convertido en una tiranía, sostener la risa hipócrita que muchos logran, con tan solo estar frente a cámaras. Sigo sin responder la pregunta de Laura. Sus publicaciones son mesuradas, como si escondieran algo, o mejor, no quieren que a través de ellas se entere nadie de la verdadera mujer que es. Estoy en una foto, es su casa, tengo el pelo corto, no sé por qué razón yo mismo agarré tijeras y me corté los rizos. Esa noche bailé con ella. Bailar es una tiranía, sobre todo si eres un cubano, no sabes moverte y vives fuera de la isla.

Ella sí sabe moverse, es profesora de ballet. Nunca me pareció esa disciplina danzaría un arte, más bien deporte, gimnasia, competencia. Le acompañé a una fiesta de celebración después del estreno de una coreografía, observé de cerca los cuerpos que antes había visto en el escenario. Vi los cuellos de cisnes alzados, el caminar con la columna recta, la mirada de soslayo de bailarines cuando un cuerpo está pasado con unas cuantas libras. Los ojos maquillados, el esmalte en las uñas de los hombres. La competencia no terminaba con la culminación del espectáculo. Me molestan los bailarines, ellos tienen el cuerpo que yo quiero tener. Probablemente mi inclinación hacia la escritura no es otra cosa que reordenar mi centro, el objetivo de una existencia sin mucha expectativa. En realidad, me divertí con ellos aquella noche. Sus ropas, la flor de satín violeta que llevaba la chica súper alta, negra, los zapatos

de dos tonos del hombre joven de brazos peludos, la camisa de lino blanco que lucía el director de la compañía, impecable, bien planchada. Cuando yo llegue a planchar una camisa así, seré un hombre elegante. Podré sostener el hilo de la historia; porque previamente he estirado la tela: la trama entretejida.

Pero aún no respondo a la pregunta. ¿Qué es la felicidad para un ser como yo? Uno abandona la ciudad amada, el país de nacimiento, para llegar, para obtener. Para ser más libre. Pero la libertad nunca ha sido sinónimo de goce. Somos tres tiempos verbales para narrar un país, una ciudad, tú (Julio), yo (Yanier), ella (Laura). Y las ciudades que nos acogen y nos rechazan, como la propia familia o los amigos.

Pensé que, en una ciudad andina, no me fueran a exigir ese exceso de cubanidad que siempre han demandado de mí. Pensé que aquí no tendría que ser, ni aparentar de ningún lugar, ni hablar de este o aquel tema. Ciudad en la que, a primera vista, carecen de ritmo sus habitantes; de caminar cadente, lento, pausado.

El movimiento en estos últimos días me interesa. Probablemente será porque llevo mucho tiempo encerrado, deambulando poco, sin ver a la gente nadar, andar o bailar. Descubro que la libertad de movimiento es decisiva para mi escritura.

Redacto una oración y me levanto de la silla, veo los picos de las montañas nevadas, la lluvia cayendo por el sur, la proximidad de la nube al barrio donde resido. Con Laura estuve en un ensayo de ballet en la Escuela Nacional. Los alumnos eran niñas, por lo general no me gustan las funciones de ballet. He llegado a dormirme en ellas. Pero ver ese grupo de adolescentes todas espigadas, esforzándose por hacer bien el ejercicio, por llegar a la exactitud de la curvatura del pie. La voz de mi amiga en ese momento no es de un timbre dulce, ni melodioso. Su voz se transforma, da órdenes, obliga a las jóvenes a llegar cada vez más lejos. Las adolescentes se miraban en los amplios cristales que cubrían el salón. Algunos espejos habían perdido el azogue, viéndose las jóvenes en pedazos. Al ver esa clase, ese grupo de niñas en pubertad, pensé en las concentraciones en la Plaza de la Revolución, en los desfiles del primero de Mayo, en las míticas manifestaciones del pueblo combatiente por el rescate del niño Elián González. Creo que nuestra escuela de ballet es una de las mejores en el mundo, porque nuestro pueblo se ha acostumbrado a un solo líder, una sola doctrina, un solo partido político, en definitiva, es un pueblo Zen, de aceptación, poco rebelde, disciplinado, como debe ser la dinámica de un estudiante, de un bailarín profesional de ballet, siempre atento a la voz de su profesor, la voz de líder. Y la preparación de su desempeño para cada nueva función, cada nueva coreografía, cada puesta en escena.

Nunca supimos cuándo con exactitud empieza una fiesta, nos reuníamos por casualidad para ver una película, o en la inauguración de alguna expo… Todo empezaba a las siete de la noche. La gran mayoría serios y bien vestidos, con una mirada displicente, la misma mirada fría de cuando se está frente al arte contemporáneo. Terminado el cóctel de bienvenida, salíamos a comer algo muy económico; pues los escasos dólares se reservan para la compra de ron o cerveza.

Las jornadas empezaban desde el jueves, hasta el domingo. Nunca supe por qué había tantos anhelos de fiesta en una ciudad en ruinas, probablemente esa misma condición estimule a salir de casa, salir del acostumbrado cuerpo, embriagarnos, entregarnos a las veladas, salir de ellas, entrar al día sin percatarnos que es el día. “Salir” esa palabra se repite una y otra vez, “salir”, irnos de esa realidad conocida. Pero qué se puede esperar de alguien como yo, que casi no se mueve, baila mal, que su respiración es a ráfagas, asmática. Escribo desde la ternura, desde la adolescencia. Necesito, y no tengo vergüenza en decirlo: quiero ahora una mano apoyada en mi pecho, caminar acompañado.

No hay gestualidad en las palabras. Trato de comprender, en toda con-prensión, presión, hay un esfuerzo, un riesgo, muchas posibilidades de salir afectado. Quizás como los soldados que van en la primera fila de un escuadrón, o como las primeras figuras de una compañía de ballet. De lo que se trata es de matar al adversario; el adversario es también el espectador que va a ver la función.

Recuerdo una de esas noches de fiesta, un chico estudiante de biología quedó mirándome fijo a los ojos, llevaba unos gruesos cristales en sus lentes, la armadura caduca, vieja, fuera de moda. Él bailaba electrónica, yo, como siempre, admirando a los demás, ese hombre joven de barba tupida se me acercó y no dijo palabra alguna, tampoco las pensaba, estoy seguro, yo también le miraba el rostro y no vi nada, a no ser el abismo, el estímulo que se siente ante el vacío. No sé cuándo me empezó a besar. Yo esperaba que los demás se asombraran de nuestros besos, que se prolongaban unos cuantos minutos, pero nadie nos miró con asombro ni lujuria. Casi al amanecer, me invitó a su casa, después de unas horas de sueño, volvimos a los besos, nos desnudamos, sin música, sin baile, sin la posibilidad que alguien nos mirase.

Sentí su liquido residual, caliente cayendo encima de mí. Me estaba orinando, el ron y la cerveza que se tomó me la estaba devolviendo. Nos hicimos el amor mojados, húmedos, con olor a orina. Esto debí interpretarlo como las tantísimas veces que convierto la basura en objetos decorativos, poemas, dibujos. Nos introdujimos cada uno en el cuerpo del otro, nos disfrutamos tanto como los besos, o el mismo acto de él orinándome.

¿Por qué la finalidad casi siempre es la introducción? ¿Por qué insistimos en conocer una ciudad, un país, un cuerpo? No sería más cómodo quedarnos con la superficie, con la primera apariencia. El hombre joven estudiante de biología, se quedó de nuevo fijo mirándome a los ojos, y dijo:

Tengo que contarte algo. Sé que no te va gustar. Soy cero positivo; pero mi carga viral es muy poca, no contagio. Igual usamos preservativos.

Desde hoy he pensado mucho en el cero, el inicio, o el final de todo. Ese círculo, la representación numérica, simbólica, es el cero, la nada con carga, en este caso positiva. Qué tiene que ver la Habana con todo eso. Un cuerpo enfermo, me hace feliz, una ciudad en ruinas que vive de fiesta en fiesta, una ciudad que destruye a su gente, una revolución que mata a sus hijos y ellos no se revelan, no protestan contra ella. ¿Estoy hablando de amor?

Volví a quedarme sin palabras, como ante la pregunta de mi amiga (Laura):

¿Eres feliz en Quito, Ecuador?

Solo atiné a mirar al piso, busqué con la vista los preservativos usados, llenos de semen, de felicidad, de carga viral.

No hablé por largo tiempo. Él se percató de mi actitud, manejó la situación con naturalidad, no me volvió a tocar, ni a besar. Nunca más volví a ver a ese hombre. Me hice análisis para comprobar si aún estoy sano.

Me fui del país, de la ciudad enferma, rota, dañada. Me fui sabiendo que me había acostumbrado a esa carga viral.

 

(Créditos de las imágenes según el orden en que aparecen)

  • Collage con imágenes de ACN y Maya Quiroga.
  • Foto tomada del perfil de Facebook de Julio Cesar Llopiz
  • Laura Domingo en la escuela de ballet.
  • Laura Domingo y Yanier H. Palao bailando en una fiesta.

Yanier H. Palao

Yanier H. Palao (Holguín, Cuba, 1981) Restaurador y artista de la plástica. Ha publicado los poemarios: "Sombras del solo" (Ediciones Holguín, 2005), "Peces en bolsas de nylon", (Ediciones Ávila, 2009), "Música de fondo" (Ediciones La Luz, 2010), entre otros. Recibió el "Premio Calendario" en Poesía en 2012. Es coautor, junto a Luis Yuseff, de la selección "La Isla en versos: cien jóvenes poetas cubanos" (Ediciones La Luz, 2010). Recibió la beca de creación literaria que otorga el proyecto "Torre de Letras", que dirige la escritora Reyna María Rodríguez, 2016. En el 2018 publicó por Letras Cubanas "Óxido". Pertenece al grupo literario Pluma Andina. Sus escritos aparecen en varias revistas electrónicas.