No tengo lugar alguno a donde volver, me he pasado la vida escapando.
Susan Sontag
Estaba en el p5, la ruta de buces que conecta la Habana Vieja con San Agustín. En muchas ocasiones tomaba ese bus para atravesar la ciudad. El ómnibus va por la calle San lázaro y por entre los edificios se puede ver el mar, el malecón. Ese es el mayor atractivo del trayecto, o cuando dobla por la calle 23, la vista del Atlántico es espléndida, evocaba la inmensidad. Por los intervalos urbanos, en esa fragmentación continua, descontinúa, fue que vi por primera vez una de las esculturas de Luis Manuel Otero Alcántara. Siempre trataba de ir sentado en ese viaje. Había mucho que ver. En más de una ocasión algún extraño quiso instalar una conversación, en más de una ocasión, algunos hombres se me acercaron rozando su sexo en mi hombro, sentía el latido de la sangre pasando por el cuerpo cavernoso, la piel sudada. El olor de las pieles cuando transpira, una sensación que no he vuelto a vivir.
Nada me desconcentra de mi embeleso, de esa autómata postura del cuello en dirección a los cristales sucios, opacos del bus, yo tratando de ver más allá de lo que las imágenes pueden ofrecer. Ver, detenerse frente a un trozo de ciudad, persona, u obra de arte; uno de mis mayores placeres.
Recuerdo como si fuera ayer mismo ese primer encuentro con una de las esculturas de Luis Manuel. El olor de los cuerpos sudando, el olor de los negros, los edificios raídos, el fuerte olor de unos perfumes chirriantes, la voz rajada de las vecinas que se gritan de un balcón a otro, la reverberación de unos estampados en blusas y camisetas, el brillo que lucían algunas chicas en el bus, los chores cortos, la piel quemada por tanta playa, la piel afeitada de hace dos días, superficie punzante por la salida de los cañones. Granitos con humor, por el uso reiterado de la misma cuchilla. Alergia, zona enrojecida por el roce de la mezclilla contra la piel húmeda.
En ese contexto vi la escultura de Luis. Desde esa ocasión siempre que voy sentado en un bus, miro con detenimiento, miro tratando de mitigar la velocidad del ómnibus para buscar esa estructura de maderas viejas, el amarre con trapos de diferentes colores, la basura convertida en belleza. Soy una mierda, me lo han dicho tantas veces, no sirvo ni para sacar puta a mear; así se refería mi madre al dirigirse a mí cuando era más joven. Mi inclinación a lo inservible, a lo patológicamente diagnosticado, a la inutilidad de los hechos. Cuantas veces he hurgado en los tanques de basura, en los intestinos de algún hombre, busco una señal de vida en lo que los demás botan.
La escultura, una apropiación de la Estatua de La Libertad, de Manhattan, New York. Tablas carcomidas, madera repintada con diferentes esmaltes, pintura de aceite, sobre pintura de agua. Sustancias que se repelan sin embargo tienen que estar juntas. Derrumbe, el desplome de una ciudad. Si alguna vez existió el proyecto de país, que los medios oficiales hablan es para que se erija la ficción, esta ficción de país en el que vivimos, ficción que obliga a Luis a levantar el teatro de la crueldad.