Exposición transitoria de Literatura: Cuentos de Yordanka Almaguer

Exposición transitoria de Literatura: Cuentos de Yordanka Almaguer

CUENTOS DE YORDANKA ALMAGUER,

PERTENECEN AL PROYECTO DE LIBRO AUN INEDITO:

DECALOGO PSICODELICO DE UNA HABANA QUE ALUCINA

(SELECCIÓN DE TEXTOS REALIZADA POR MDC)

UNO

Amarás al otro

Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros;

que como yo os he amado, así también os améis unos a otros.

San Juan: 13-34

 

En Cuba también falta el agua.

En esta época es normal que falte el agua en cualquier sitio del planeta.

En Cuba, también, falta el agua.

Las tuberías abandonan sus antiguos trabajos de plañideras, se van a la ópera, a cantar a Verdi, o se internan en el negocio de los efectos especiales en el cine. Claro, esas son las tuberías de la ciudad, la capital. Las de provincia, lejanos campos, no conocen lo que es el cine.

No hay agua.

Los mestizos de Centro Habana, Cerro, Alamar, Habana Vieja, se mueren de sed. Los ojiazules de las sabanas, los medio-aborígenes de las montañas, los cantores de las ciudades orientales se mueren de sed.

Se están muriendo.

Y no llueve. Las nubes se hacen necias, reducen nuestros ojos a la ridiculez del amante despreciado. Una y otra vez.

A veces pienso que para mí es una suerte. Si es que a las alturas de mi camino pueda hablar de suerte. Me he acostumbrado a bajar la cabeza con humildad, no pedir más de lo que cualquier otro ser podría necesitar. Al fin y al cabo he perdido mucho, pero algo he aprendido a ganar.

He aprendido a nadar en medio de los charcos secos. He aprendido a morder la carne dura y salada de quienes me rodean. Lamer el sudor de todos en busca del agua que necesito para vivir.

En otras tierras existen los hacedores de lluvias. Tipos lacónicos que utilizan sus artes para extraer el agua desde los embalses del cielo.

No tengo noticias de que, en Cuba, exista alguno. Aguadores somos muchos, a veces me parece que demasiados. Sobre todo ahora que mi caballo está muriendo. Está tirado en medio de la calle. (Decir calle es un eufemismo, en los años de la República aquí se construyó una calle, pero apenas si se ha reparado desde entonces).

Isaías siempre fue un caballo medio flemático, pero nunca pensé que llegaría a morirse en el momento en que más lo necesito.

Detesto a la gente flemática, haciéndote creer todo el tiempo que todo está bajo control. Que tu voz enrojecida y tus manos enfermas de violencia no lograrán hacer pestañar dos veces sus ojos de cielo despejado.

Isaías era de ese tipo de animales que, a pesar de mis latigazos para dar una vuelta más, continuaba meneándose al modo de los camellos, haciéndome sentir un tarado inofensivo.

Pero mi rabia nunca la descargué en él.

Nunca.

Lo juro.

He asegurado la llave de la pipa, no sea que algún humano robe el agua en tanto acompaño a mi animal moribundo. La llave la guardo en uno de los grandes bolsillos de mi pantalón y me acerco a

Isaías.

Lo despojo de amarres, burdas ataduras que no lo obligarán más a estar a mi lado. Pudiera atarme a él y no serviría de nada. Se va a ir con un par de alas enormes. Pero no va a convertirse en

Pegaso. Su vientre se hinchará y, si no me apuro, tendré que pagar una multa por atentar contra el medio ambiente y retener el tráfico de la única calle del pueblo.

Acaricio la cabeza de Isaías.

Dicen que, cuando un caballo es vencido por la fragilidad de sus articulaciones, es mejor dejarlo morir.

Es decir, matarlo.

Dejarlo morir sería muy cruel para él. Muy cruel para quienes le rodean.

Cierta vez, cuando vivía en La Habana, vi un caballo muriendo de sed en medio de la calle. Imagino que muriera de sed porque era un día caluroso como todos los malditos días de este país. En esta clase de tierra la gente y los animales suelen morirse de sed. La sed es algo parecido al susto. Entra de golpe, corta la respiración y no deja pensar en nada más.

A veces me alegro de no vivir más en La Habana, allí se siente la sed a cualquier hora. Como si se estuviera más cerca del sol. El astro rey. Las paredes de los edificios se enfurecen por la insolencia de la luz y toman venganza en los ojos de la gente. Los vuelven nulos.

Quizás al caballo también lo hayan vuelto nulo.

¿A quién se le ocurre hacer caminar un caballo por el centro de una capital?

El coche que tiraba el caballo iba lleno de turistas gordos, envueltos en el rocío grasiento del mediodía, en el sopor del asombro ante la inesperada muerte, la empalagosa escena que llenaría sus

pestañas de miles de cristalitos salados.

La sal en exceso convierte en bodrio la mejor comida. Aquel caballo no sería comido por nadie. Ni siquiera por los leones hambrientos del zoológico más viejo de La Habana. El caballo pertenecía a la Oficina del Historiador y, seguro, sería enterrado como el fiel trabajador que había sido hasta aquel momento.

Estaba en medio de la calle, como Isaías, y casi había detenido el tránsito; los policías se volvían locos, los cláxones volvían loca a la gente, las ventanillas de las guaguas se nublaban por el aliento

fétido de los curiosos que pegaban las narices a los cristales. El caballo moría, su enorme vientre se movía de arriba abajo cada vez con más lentitud y yo solo lograba sentir la sed convirtiéndose en calor ardiente dentro de mi estómago.

También por eso es bueno no vivir más en La Habana, porque ese día los policías tuvieron que detener, empujar, retorcer al tumulto oscuro que, machetes, cuchillos de cocina en mano, salió en defensa del moribundo.

A ningún animal se le debe dejar morir lentamente.

El ojo grande y temeroso de Isaías me mira, quizás pidiendo ayuda, quizás pidiendo disculpas, quizás despidiéndose, quizás solo intente decirme cuánto ha ansiado este momento. Aunque sea él quien salga perdiendo. ¿Él? ¿Es Isaías quien sale perdiendo?

Quizás mi caballo esté muriendo de sed.

Tal vez solo necesite un poco de agua y volverá a incorporarse, volverá a ser el de años atrás, cuando lo compré y prometía ser fuerte por un tiempo que no quise calcular. No quise imaginar por cuánto tiempo necesitaría de Isaías. Por cuánto tiempo viviría en este municipio de tuberías desempleadas, noches aun más calurosas que los mediodías, gente desdentada a falta de clínicas estomatológicas, noticias que llegan tarde o nunca llegan, alcohol en noches de parque frente a la iglesia, como antes.

Antes.

En este país la palabra Antes tiene más peso del que podría tener en cualquier otra tierra. Aquí es casi simbólico.

Pero de cualquier modo, la gente continúa reuniéndose frente a una botella de alcohol, frente a la caja de un muerto si es que ha sucedido algo verdaderamente interesante (si el muerto no murió de viejo).

Isaías no está muriendo de viejo.

No puede ser que me hayan engañado así.

Le traigo una cubeta llena de agua, cargo un poco entre las manos y se la llevo a la boca, él resopla espantado, como si nunca hubiese bebido un líquido tan amargo.

Tienes que beber el agua, Isaías, estoy perdiendo un peso con esta cubeta que te estoy brindando. Con este peso, en este país, puedo hacer muchas cosas. Puedo comprar tres cigarros (si le agrego un medio), puedo viajar en un metrobús (si viviera en La Habana), tomar un refresco (si la falta de agua impulsara a la gente a volverse tan loca como para vender en refrescos lo que tan caro les cuesta), comprar un periódico de cuatro hojas (eso es verdaderamente importante). Un peso, Isaías, estoy derrochando un peso por ti, una cubeta de agua porque te estás muriendo de sed y no quieres agradecer.

Te niegas a probarla, te niegas a reconocer que puedo sacrificarme por ti, te niegas a deberme la vida.

La muerte del caballo es lenta.

¿Cómo se le puede quitar la vida a un caballo para que no perdure la agonía?

Por suerte, en nuestro país están prohibidas las armas de fuego.

Pero Isaías eso no lo comprende, él quisiera morir de una vez, y no entiende que el modo más eficaz es esa inexistente arma de fuego.

Solo están el sol, el polvo ríspido de la excalle, los ojos de la gente que espera ansiosa el desenlace, a ver si me vuelvo loco por el dolor o por la incertidumbre ante lo que será mi futuro, y termino ofreciendo gratis el agua o largándome de una vez de esta provincia a la que nunca he pertenecido.

Si yo fuera un hacedor de lluvias, me mirarían con más respeto, con admiración.

Leería poemas endurecidos por el odio y miraría a las nubes, fingiendo que dirijo a ellas las palabras, enredaderas parásitas. No cargaría con caballos profetas ni con agua estancada y mucho menos esta bolsita sucia donde guardo el menudo contado con la avaricia de los judíos.

El dinero que cada noche reúnen las viejas para comprar mi agua al amanecer.

La más limpia, la más fresca. El agua que cae de las nubes suele considerarse sagrada por la gente del campo.

En estos tiempos hasta los de la ciudad dejan de protestar (porque se ensucian los zapatos con el fanguito del hollín), y se quedan con las bocas abiertas, mirando al cielo como si estuviesen en presencia de un milagro.

Lástima que el milagro baje contaminado.

Aquí, como en todo el mundo, la contaminación carcome a las ciudades. La suerte es que no tenemos muchas ciudades.

Isaías hace el último esfuerzo por incorporarse, es el fin, me digo, todos intentamos incorporarnos minutos antes de nuestra muerte.

Nunca me he muerto de verdad. Pero lo sé. Quizás porque en algún momento también yo quise incorporarme.

Aunque sé que es en vano, le animo.

Arriba Isaías, bravo Isaías, ¿quieres un poco más de agua, Isaías?

Pero ha sido solo un vano estímulo del recuerdo, la falsa memoria que gusta del morbo como las flores de los atardeceres húmedos.

No puedo con esta muerte lenta, Isaías. No puedo con este sol y los ojos sedientos, mis manos ansiosas por contar la calderilla.

¿Por qué no acabas de morirte de una vez?

Él resopla, cierra los ojos, quiere engañarme, fingirse sin vida para que me vaya y lo deje morir en paz. Aunque la agonía dure hasta mañana.

Es lo mejor. Irme.

Acaricio por última vez la cabeza flaca de Isaías.

Tomo la cubeta y camino hasta la pipa.

Coloco mi mano cerca de mi boca para que imite un altoparlante. Ya pueden salir. Ya pueden comprar.

Esta cubeta, por estar usada, por haber coqueteado con los labios de la muerte, la daré en rebaja. Sobre todo porque es domingo.

Es un regalo.

Un regalo para mí.

Los domingos son buenos días para las buenas acciones. Aunque la gente que se reúne en el parque, frente a la iglesia, no piense en esto jamás.

Yo pensaré por ellos.

Cuando termine de llenarse la última cubeta de agua, cuando mi bolsa sucia se haya repletado, cuando los ojos se hayan escondido dentro de las cocinas o los baños, saldré caminando (del mismo modo en que llegué) hasta la pequeña caseta donde, de tarde en tarde, hace su parada el tren que viene o va hacia otros sitios. Oriente, Occidente. En este país no existe otra opción.

Oriente, Occidente. Diría menos. Occidente.

Pero esa es una opción que ya tuve bajo mis pies.

No hay más.

De todos modos, en la capital nadie creería en un hacedor de lluvias. ¿O sí? En todo caso no sería tan útil. Allá, aún de vez en vez, las tuberías son contratadas para míseros trabajos.

La calderilla pesa en mi cintura.

Aprovecho las últimas moléculas de agua para lavar mis manos y mi cara. Un hacedor de lluvias debe demostrar que, para él, es fácil vérselas con el agua.

Me voy antes de que alguien recuerde que debo poner fin a la agonía de mi animal. Que debo sacarlo de en medio de la vía pública.

No me despido. Las despedidas suelen llenarme de lágrimas de indiferencia.

Tampoco miro a mi caballo por última vez.

Él sabrá cómo morir.

 

SEIS

Honrarás a tu padre

y a tu madre

Todo el que maldijere a su padre o madre, de cierto morirá; a

su padre o a su madre maldijo, su sangre será sobre él.

Levítico: 20-9

Mi madre dijo que de cualquier modo va a tener al niño.

Niño.

Aunque en realidad no se sabe si sea hembra o varón.

Varón.

Porque está segura de que con un varón se acabará el maleficio. La maldición de Jehová.

Ella no entiende.

¿Será que tendré que matarla?

Nunca he matado a nadie, ni siquiera a un animal.

Tampoco antes he sentido la necesidad. Tampoco ahora la siento.

Creo que ya no siento.

Pero mi madre no puede volver a parir. Ya sé que es un pecado matar a un ser que se lleva dentro de uno, aunque no se pueda hacer nada bueno por ese ser. Imagino que sea menor pecado quitarle la vida a alguien que está fuera de uno. Mi madre está fuera de mí, fuera de todas nosotras.

Quizá por eso sea menor el pecado.

Desde que entró a la Iglesia comenzó a manosear esa palabra incómoda.

Mi hermana ya había nacido y tener un ser extraño en la familia puede desequilibrar a cualquiera.

A ella todavía no le desequilibraba mi hermana, pero a mi padre sí.

Casi siempre los hombres pierden su equilibrio masculino cuando no son capaces de engendrar hijos comunes, idénticos a los demás.

Es como si hubiesen comprado un enorme reloj pulsera (de oro, a un precio muy alto) y al final resultara de lata. Una estafa.

El reloj es lo máximo para muchos hombres. Un hijo normal también es lo máximo. Una hija anormal es la máxima desgracia.

Una lata común sin baño de oro.

El desequilibrio de mi padre lo obligó a querer templar todas las noches. A querer limpiar esa extraña mancha del cristal de su reloj. Mi madre lo dejaba hacer casi siempre, quizá porque se regodeaba en ese misterioso deber del culpable. Es probable que de ese modo quedara preñada otra vez.

Pero el ultrasonido resultó alarmante y mi padre no tuvo más remedio que salir del hospital con su mustio pene entre las piernas, mientras mi madre abría las suyas a tres mujeres apuradas y aburridas de matar fetos cada tarde de la semana.

Entonces comenzó el desequilibrio de mi madre.

Comenzó a preguntarse si en realidad aquella niña a medio formar tendría todos los problemas que delató el ultrasonido. Si, en vez de ella, el culpable fuera el esposo.

Y en una de esas tardes de agosto en que se ausenta la electricidad en todos los barrios y la gente no sabe qué hacer con tanto sol pisoteando los techos y los balcones; recibió a un par de señoras de largas sayas, largos pelos y lenguas, cuyo único objetivo era convencer a mi madre de su necesidad de acercarse al Señor.

El acercamiento solo era posible a través del templo al que asistían ellas, dos veces por semana.

Solo en ese lugar encontraría a Dios.

La paz que necesitaba nuestra desequilibrada familia.

A mi padre no le gustó para nada el nuevo giro en la conducta de su esposa. ¿Debería informar eso también?

Todas las semanas mi padre recibía la visita (o se la hacía, y casi siempre me llevaba con él) de un tipo trigueño, con peinado de Carlos Gardel, pero sin vaselina, con un bigote bien recortado, pero que siempre se le embarraba de café; que intentaba disimular su oficio vistiendo camisas anchas con dibujos japoneses, pantalones de nylon y una canguro de dónde sacaba la pequeña libreta de teléfonos y anotaba todo lo que mi padre le contaba.

En ese tiempo pensaba que algún día el esposo de mi madre sería un escritor famoso.

Por el momento solo daba sus notas a alguien con más tiempo (mi hermana apenas le daba oportunidad).

Quizá fuera por eso que mi padre me llevaba con él, yo solía ser bastante ingenua.

El día en que contó lo de su esposa las manos le temblaban. ¿Qué le respondería el hombre de la canguro? ¿Dejaría de hacerle la visita? ¿Lo sustituiría por la presidenta de la FMC, que estaba loca por ganarse los favores del hombre de la canguro?

No, por ella no, las mujeres nunca son demasiado confiables. Por la presidenta de la FMC no, pero sí por cualquier otro que estuviera acechando, esperando su oportunidad.

Los temores de mi padre hubiesen provocado la risa del otro, ¿religiosa? ¡Él no sabía qué clase de oportunidad tenía en sus manos! Los religiosos siempre serán gentes conflictivas. Por mucho que el Comandante les haya abierto una brecha para que se les suelte la lengua, siempre van a resultar peligrosos. Porque siempre son peligrosas las personas que adoran a un ser que no existe, en vez de dar las gracias todos los días al ser que los ha hecho personas realmente.

El hombre de la canguro carraspeó, quizá se percató de que su tono sobrepasaba los límites de un simple agente recogedor de información, me miró, yo continuaba con la cabeza metida entre el montón de hojas de una revista Pionero.

—¿Por qué siempre tienes que venir con tu hija?

Al informante le sorprendió la pregunta, me miró también y arguyó que así pasaba desapercibido. El otro se quedó pensativo por unos segundos y luego sonrió.

Es posible que no hubiera sonreído mucho si supiera el verdadero motivo de mi padre.

¿Por qué no sacaba a pasear a mi hermana?

Así la gente hasta hubiese creído que el tipo de la canguro era su doctor. El esposo de mi madre gustaba de pasearse con su hija sana, para que los demás olvidaran su pequeño desliz. Para olvidarlo él mismo poco a poco. Al menos mientras estaba fuera de casa.

Desde aquel día mis padres fueron juntos a la iglesia.

Mi padre buscando información. Ella buscando a Dios, (¿a un hijo sano?) y yo, ¿qué buscaba yo?

A mí me llevaban.

Y de vez en vez llevaban a mi hermana para que toda aquella cantidad de repentinos hermanos impusiera sus manos sobre ella buscando su sanación. La cara del padre de mi hermana se ponía

intensamente rosada cada vez que tenía que llevarla al templo; y la coloración máxima llegaba en el momento clímax, cuando el nombre de ella retumbaba dentro de la enorme habitación.

La enferma, por supuesto, nunca se curó.

Es probable, no sé, que alguien indujera a la madre de la enferma a pensar que, quizá, otro hombre la ayudaría a tener un hijo sano.

(Porque ella persistía en la idea de tener otro hijo, de comprobar que no era tan mala procreadora).

A veces pienso que también mi madre necesitaba limpiar la mancha de su reloj, aunque no se suponga que lo máximo para una mujer sea un buen reloj de pulsera.

De todos modos, la infidelidad es uno de los pecados preferidos por Satanás, así que lo más provechoso para la esposa de mi padre iba a ser el divorcio.

Como el apartamento era propiedad común continuamos viviendo todos juntos, pero enseguida uno de los Hermanos (que recién se había ganado un apartamento de Bajo Costo y no tenía que compartirlo con nadie) le propuso matrimonio a la exesposa de mi padre. Con una condición: él no tenía tiempo para cuidar niños, ella debía trabajar porque su salario era bajo, y él quería empezar la

familia desde cero.

Mi madre, estoy segura, nunca tuvo la intención de abandonarnos, pero debió sentir que Dios le brindaba la oportunidad que ella esperaba.

La oportunidad que necesitaba.

Y quizá hasta pensó en mí. Quizá pensó que para mí era mejor vivir con su esposo y su hija.

Enseguida quedó embarazada y hasta me puse contenta cuando lo supe, como todavía era medio ingenua creí que podía tener un hermano de verdad para jugar pin pon o a los yaquees o hasta pelota si se nos ocurría, ya estaba un poco cansada de mi hermana fantasma, callada todo el tiempo, quieta, con la mirada jugando en lugares desconocidos para mí. Y para colmo su padre pendiente de ella —ahora— todas las horas, llevándola a los mejores doctores, insistiendo en matricularla en alguna de esas superescuelas para niños especiales.

El resto del tiempo libre mi padre lo utilizó descubriendo e informando sobre los negocios que, para sobrevivir, tenía cada miembro de la iglesia a la que asistía mi madre.

Esa era su venganza por haber provocado la separación de ambos.

No obstante, no dejó de asistir a casi ningún encuentro.

¿Estaba encontrando algo más que información entre aquella gente, entre tanto sermón y bailoteo ridículo?

Mientras duró el embarazo de la ex de mi padre, él vivía en constante ansiedad. Miraba el reloj con más insistencia de lo común, se asomaba a la ventana para verificar la posición del sol o de la luna, encendía el radio y sintonizaba Radio Reloj cada domingo desde el amanecer hasta la noche; como si de ese modo pudiera hacer pasar más pronto los nueve meses.

Como si de ese modo pudiese calcinar todos sus temores.

¿Y si nacía normal?

En nueve meses mi hermana entró a una de esas escuelas y logró articular una sonrisa al cabo de un año.

Para ese entonces la nueva hermana ya vivía con nosotras.

La exesposa de mi padre también.

Él se convirtió en el más dichoso de los hombres del barrio.

Tenía dos motivos para ello:

  1. La mujer había regresado (¿él amaba a su mujer?)
  2. La hija de su mujer había nacido sordo-muda y con una severa miopía (¿se alegraba del mal ajeno?)

A los ojos de los vecinos la problemática era mi madre. A los ojos de los Hermanos algo malo habría hecho ella para que Dios la castigara de ese modo tan terrible.

¿Se habría hecho algún aborto anteriormente?

Tuvo que confesarlo una mañana de domingo.

Una mañana de domingo hizo la firme promesa de nunca más interrumpir el proceso natural de la procreación. De ningún modo.

 

Ella está embarazada otra vez y mi padre está de acuerdo en que lo tenga. Ni siquiera quieren saber si es varón o hembra, para no caer en la vieja tentación. No sé si mi padre esté consciente de lo que hace. Es decir, no sé si lo hace porque está de acuerdo con lo que les han enseñado en la iglesia o porque es el modo más seguro de continuar sacando información sin que desconfíen de él.

A estas alturas me inclino por la segunda opción.

El hombre de la canguro se va cada vez más contento (ya no me lleva a hacer las “visitas”, quizás los adolescentes no somos tan confiables).

Lo que no me explico qué clase de información tan especial necesitan.

Lo peor es que ahora debo pasar más tiempo atendiendo a mis dos hermanas. Una insiste en el silencio, la otra tropieza y chilla todo el día. De juegos, nada. Aunque, según la embarazada, ya no tengo edad para esas boberías.

Como desde que nació la segunda nos hemos hecho un poco más pobres, el esposo de la embarazada ha tenido que dejar de trabajar para el Gobierno y buscarse algo privado.

Privado es casi una mala palabra, según nos enseñan en la escuela, pero, gracias a los años de servicio de mi padre, el hombre de la canguro le ha ayudado a resolver su situación.

En uno de esos solares donde hubo un edificio, muy cerca de la Bodeguita del Medio, ha conseguido autorización para que monte un parqueo de bicicletas, bicitaxis, autos, motos, carromatos de vendedores, chatarras.

También le ha permitido tener siete u ocho personas que trabajen haciendo guardia (porque la situación de mi padre es muy complicada y no tiene nada de tiempo para atender ese parqueo tan

grande).

Mis dos hermanas y mi madre embarazada solo le dan tiempo al informante para que visite el parqueo dos o tres veces por semana, recibir el dinero, verificar que todo está en orden, hacer las compras de la casa y pagar su parte al hombre de la canguro.

En esas ocasiones tengo que llevar a mi hermana más tonta hasta el punto donde la recoge la guagua para la escuela (debo pasearme por toda La Habana con mi hermana la fantasma).

También debo encargarme de ellas cuando regreso de la escuela, porque la exesposa, (otra vez esposa) del informante, dedica más de tres horas a estudiar la Biblia.

Este niño, dice, porque va a ser varón, caminará por el sendero de la verdad desde que nazca.

Si yo fuera más ingenua me pondría a pensar cuál sería ese sendero. Cómo. Tal vez lo imaginaría de color naranja fosforescente, rodeado por árboles de naranjas y casuarinas florecidos.

Pero como ya no soy tan ingenua sé que ese camino no existe.

Se lo ha inventado ella (o se lo han hecho inventar). Y el que se inventa ideas que no son y es capaz de transmitirlas a los demás como si fueran ideas reales, debe estar loco. Es un loco.

Mi madre, entonces, es una loca. Los locos, casi siempre, son peligrosos. ¿Qué será de mi hermano con una madre loca?

Eso, creo, no debe preocuparme. Ya sé que no voy a tener un hermano.

Será hembra y probablemente con más enfermedades que las otras dos.

Se ve en la forma de la barriga, en la forma en que mi madre se la toca cuando le da pataditas.

Estoy segura de que cuando estuve en su vientre no pateaba de ese modo. Primero se lleva la mano al ombligo, como si se le quisiera salir todo por ese hoyito taponado, luego encoge la nariz y enseña los dientes como si fuera una coneja (¿son las conejas las que paren sin cansancio miles de conejos para que sirvan de experimento a seres retorcidos y llenos de poder?). Al final no puede contener el quejido, como si desde dentro le rajaran la barriga, un relámpago, luego el rayo. Respira profundo y entonces sonríe, este niño, dios mío, este niño está embriagado de vida, está loco por conocer el mundo.

Está loco.

Ella lo ha dicho y no ha comprendido sus propias palabras.

Ese niño podría venir a acabar con todas.

Pero quizá no sea así, quizá solo sea un anormal más que tendré que vestir (mientras mi madre sufre los dolores de un nuevo parto), llevar a la escuela (si es que logra entrar algún día a la escuela),

cuidar por las tardes y sufrir por las noches sus ataques de llanto, gritos, golpes a las paredes o cualquier otro nuevo invento que traiga en mente.

Tal vez imagino con demasiado pesimismo y sea un niño como yo.

Tan feliz se sentirá mi madre que no querrá mirar a ninguna de nosotras.

 

Hace tres días llegó un hombre con una mala noticia. Me la dio a mí para no asustar a la estudiante de Biblia, toda embarazada ella, ridículamente sensible a cualquier noticia que afecte la mente de su hijo.

La mente de mi padre ya debe estar afectada. Una banda de malos tipos le cayó a golpes en una esquina antes de llegar a nuestro edificio. No le quitaron nada, nadie se metió, nadie dice nada, todo es muy extraño, él tampoco pudo ver nada.

—No es grave lo que le hicieron, pero va a pasar unos días en casa de unos amigos para no asustar a su esposa.

Me miró a los ojos, quizá para tratar de descubrir si yo sabía algo del asunto (todos somos sospechosos de todo), me pasó la mano por el brazo (casi tocó uno de mis incipientes senos), preguntó si yo sabría dar la noticia a mi madre o, mejor, mentirle al respecto (él también llevaba canguro) y dije que sí.

Yo puedo hacer cualquier cosa.

Inventé una historia maravillosa.

Le conté a mi madre que su esposo era el espía del barrio, el que se encargaba de velar por la secreta seguridad de los vecinos, salvarlos como ella pretendía salvar a ese feto. Cuidarlos de sí mismos, porque el peor enemigo de uno es uno mismo y mi padre detesta que la gente se haga daño a sí misma vendiendo y comprando lo que no deben comprar, jugando a lo que no tienen que jugar, fumando lo que no tienen que fumar, templando del modo en que no pueden templar, comiendo lo que no deben comer, pensando y hablando lo que no se debe escuchar ni escribir; y así una larga lista de pecados sin salvación que comete la gente contra sí misma.

Pero la gente suele amar a quien no los ama.

Y siempre quieren matar a quien los ama.

Por eso los judíos entregaron a Jesús, por eso también quieren hacerle daño a tu esposo, pero él está bien, regresará en unos días y yo me ocuparé de todo.

Dos lágrimas, tres, mancharon las delgadas hojas de la Biblia, por primera vez en muchos años la esposa del informante acarició mi cabeza y dijo que me quería por ser una niña tan inteligente.

Mentira. No me quiere.

Tampoco soy inteligente.

He suspendido dos veces el octavo grado y en la escuela me miran como si fuera una vaca oscura paseándome por una playa en luna nueva.

Maldigo a Dios por haber entrado a nuestra casa sin permiso, y maldecir a Dios debe de ser algo muy poco inteligente.

Quizá cuando sea grande tendré hijos tan anormales como los de mi madre. Tal vez ella maldijo a Dios cuando era joven.

Tal vez haya sido mi padre. Tal vez sea mi padre quien provoque el enojo de Dios, salvando a la gente sin su consentimiento.

Eso también es mentira.

Mi padre no es un Salvador.

Los Salvadores no esconden en sus pantalones armas de fuego para salvarse de la gente. Los Salvadores deben dejarse matar.

Yo tampoco soy una Salvadora.

Lo vi mientras escondía la pistola dentro de la cuna de mi próximo hermano. ¿Será mi hermano un Salvador?

Quizá la Salvadora haya sido la anterior, la que salió muy fea en el ultrasonido y no tuvo más remedio que dejarse matar.

Entonces estamos perdidos.

Nadie podrá salvarnos, ni mi padre, ni el hombre de la canguro, ni el hombre que trajo la noticia, ni mis hermanas fantasmas y atormentadoras, ni el comandante que mencionó el hombre de la canguro, Dios, ni los que golpearon al esposo de mi madre. Ni mi madre.

Ella está a punto de parir y tengo mucho miedo.

Me obliga a apagar Radio Reloj, a llevar a mi hermana a la escuela. No puedo. Creo que voy a tener que matarla.

El feto (¿todavía feto?) continúa golpeándola desde dentro, pidiendo a gritos que lo dejen salir. ¿Para bien o para mal?

Nunca nada es para un bien total ni para un mal completo.

¿Servirá para bien algo de su mal? ¿Servirá su bien dentro de tanto mal?

No sé, tengo miedo de ese sendero naranja lleno de casuarinas florecidas.

Si le disparo a ella podría dejarlo a él sin vida, (podría, solo es un probabilidad), si le disparo a él podría dejarla a ella con vida.

Si ella se queda con vida continuará el miedo, la incertidumbre, las hermanas locas o salvadoras, mi padre informando y defendiéndose de los que no quieren ser salvados por él, yo caminado como una vaca oscura por una playa en luna nueva, el hombre de a canguro tocando a nuestra puerta, los demás hombres, los Hermanos de la Iglesia, los constructores de bajo costo. Radio Reloj.

 

 

SIETE

Amarás a Dios sobre

todas las cosas

Él es el objeto de tu alabanza, y Él es tu Dios, que ha hecho

contigo estas cosas grandes y terribles que tus ojos han visto.

Deuteronomio: 10-21

 

Mi madre era la amante del presidente.

No tengo la culpa de que se le ocurriera estar a solas con el presidente. Aunque un presidente nunca está solo. Y en realidad no podría estar segura si fue el tierno presidente quien quedó flechado

ante la visión de mi señora madre o si fue ella quien le hizo guiños, como un semáforo en buen estado, hasta que él se detuvo en la Roja.

Atención. Emergencia. El señor presidente ha fecundado una idea genial: Hay que amar.

Es preciso amar para que todo salga adelante.

Busquen a esa mujer.

Y mi madre dio el paso al frente.

Como no había un zapato de cristal para probar, no hubo ceremonias expectantes.

Es mi culpa que no existiera un zapato. No tuve tiempo de comprar zapatos nuevos a mi madre. Tuvo que ir con los viejos, remendados.

Los mandatarios tienen muchísimas cosas en su agenda. Incluso, muchísimas ideas en sus cabezas. Por eso, aunque el amor creciera dentro de su pecho, el presidente no lograría retener muchas horas la imagen de mi madre.

¿Resultado?

Un presidente loco.

Porque nadie puede ser poseído por un sentimiento tan fuerte sin tener muy claro hacia quién va dirigido. La sin razón lo abofetearía tan fuerte hasta que el país quedara sin un mandatario cuerdo.

Entonces la culpa del descalabro de mi país habría sido toda mía, por no conseguir zapatos nuevos a mi madre.

¿Cómo cargar sobre mis hombros la culpa de toda una nación?

Gracias a dios mi madre supo dar, una vez más, el paso al frente. Logró salvarme de la inminente culpa.

Y ese pudo haber sido un final feliz.

Pudo.

Pero la convivencia familiar es un asunto harto difícil. A pesar de mi salvación supuesta no soy una excepción. Como todos, tengo dificultades a la hora de compartir mi territorio…

Ya sé que para hablar con exactitud debo decir “el territorio”, que fue lo primero que me dejó claro el señor mandamás cuando decidió venirse con maletas y todos sus cuidadores de espaldas, nanas y cocineros —incluida una masajista del Congo—. Esta podrá ser la casa donde naciste, pero es el espacio que vamos a compartir, es la casa de todos.

A cualquiera le resultará difícil de creer que un dignatario abandone su residencia presidencial para vivir, sin demasiada vigilancia, en una casa de procedencia humilde.

Pero el amor todo lo puede.

Y de todos modo él solo venía a dormir, o a recoger a mi madre para irse a pasear a alguna de esas praderas de flores recién nacidas, o a hacer el amor… o a recibir masajes de su congolesa —a la que dispusieron en mi cuarto, que dejó de ser mío para ser el de la salud del presidente.

Era importante que yo mantuviese limpio y ordenado el cuarto, así la congolesa masajista podría recibir toda la energía positiva necesaria para regalar a nuestro presidente.

Una hora antes del masaje debía salir de mi cuarto, por una cuestión de seguridad nacional, ya que los cuida espaldas debían traer a los perros-olfateadores-de-bombas, los equipos-detectores-de-bombas, los especialistas en toda-clase-de-bombas y a un vudú nigeriano que desactivara la tensión dejada por tantos rastreadores-de-bombas.

Una tarde, afligida, le pregunté a la congolesa.

—¿Es que desconfían de mí?

Ella me miró en silencio. Antes de aquel día nunca había sentido deseos de comunicarme con la intrusa. Pero la idea de ser una sospechosa habitual había comenzado a deprimirme. ¿Acaso no me

consideraban patriota? Necesitaba cuanto antes la respuesta de la masajista.

—Tu yo más profundo necesita una rectificación a fondo. La intolerancia de tu ser inconsciente afecta tu relación con la sociedad.

¿Masajista? ¿Congolesa?

Definitivamente no hablamos el mismo idioma. Y a partir de entonces mi intolerancia inconsciente me llevó a no soportar la convivencia con ella. Un estado me llevó al otro. ¿No estaría ella para afectar la vida del presidente?

Si las nanas y cuidadores de espaldas del señor principal de nuestra República no sentían verdadera confianza hacia mi persona, lo mejor que podía hacer era ganármela. Y el mejor modo

para hacerlo era descubrir al verdadero ganador del trofeo de la desconfianza.

Es decir, al traidor.

Porque alrededor de la divinidad presidencial hay siempre un traidor, como mismo dijo la masajista en algún momento, es como el yin y el yan, siempre que está uno está el otro, es inevitable.

A veces me pregunto qué me molestaba más, si la presencia de una intrusa en mi habitación o la desconfianza hacia mis sentimientos políticos y filiales.

Al fin y al cabo el mandatario era, también, mi padrastro.

¿Me creerían capaz de asesinar a mi padrastro? ¿Al hombre que mi madre amaba?

¿No sería la masajista del Congo la encargada de espiarme?

¿No serían sus sesiones de energía un pretexto para informar al presidente sobre mí? Mi forma de dormir, las palabras entre sueños, mis resabios dentro del cuarto. Cada detalle, cada gesto de mi cuerpo podría ser interpretado por esta experta. Y sus palabras sobre mi intolerancia podrían derivar en advertencia… o seria amenaza.

Finalmente me sentí exhausta, confundida. Eso del espionaje y el contraespionaje no era para mí.

La mujer venida del Congo adivinó o intuyó mi pesar y me propuso, a la hora de dormir, darme un masaje.

—¿Por qué hay que apagar las luces?, estaba un poco asustada por su repentina amabilidad y el proyecto de oscuridad total.

—Ellos no pueden saberlo.

Las nanas y cuida espaldas debían estar al tanto de la pureza de energías de la congolesa. Que sus manos friccionaran a otra persona podría devenir en enfermedad para el más grandioso presidente, o en una recaída de su estado de ánimo.

Había que agradecer a mi madre que el estado de ánimo presidencial hubiese cambiado tanto desde que la conoció. En sus discursos ya no resaltaba la agresividad hacia todo lo diferente, ni ese carácter autodestructivo que muchos creían adivinar en el dignatario, y había disminuido bastante la ansiedad de ser amado por todos y ante todo.

Comenzaba a bastarle el amor de mi madre, María.

Es cierto que el país no había cambiado mucho, quizá el único cambio sustancial era la nueva ley que decretaba la obligatoriedad del amor.

Pero, como quiera y por si acaso, lo mejor era mantener el resto de las rutinas, sobre todo la de los inmaculados masajes.

La dejé hacer.

Apagó la luz y fingimos dormir.

La mujer del Congo subió a mi espalda y comenzó a acariciarla, suavemente, para que mi piel se acostumbrara a sus manos.

El resto solo lo conocemos el presidente y yo.

De eso no fui consciente hasta algunos días después, cuando salí de esa especie de letargo mágico en el que me hizo caer la masajista.

Miraba una semilla de frijol agrietándose para dejar salir una plantita verde cuando caí en el detalle: el presidente y yo compartíamos un secreto.

Pero él no sabía ¿o sí?

¿Me convertiría en alguien peligroso el hecho de saber lo que sentía el presidente de nuestra República al ser tocado por esta mujer venida del Congo?

¿Y si todo no era más que una trampa para sacarme de mi habitación?

Que me declararan traidora sería el método más eficaz para lograrlo.

Pero un nuevo hecho me hizo salir de los pensamientos que amenazaban con volverme paranoica.

El baño no podría ser utilizado dos horas antes de que fuera a ser usado por el presidente.

El jefe de las nanas había leído en una revista sobre un atentado que realizaron los zulúes de Manhatan a un mafioso colombiano en el baño de un hotel.

Había que tener todos los detalles en consideración. Un poco de jabón vertido en el lugar inapropiado derivaría en una rotura de cadera o de clavícula, nunca se sabe, incluso en fractura de cráneo.

Lo más adecuado era un par de horas de limpieza y revisión del cuarto de baño.

Pensé en construirme un cuarto de baño para mí sola. Pero una de las nanas me advirtió sobre lo que pensarían los vecinos si vieran un movimiento inusual de materiales de construcción.

Nada es más importante que la imagen de un presidente. Su moral.

Así que tuve que resignarme a que un cuida-espaldas revisara mi cuerpo antes de entrar al baño.

Todo por la imagen del presidente.

No iba a ser yo quien diera la oportunidad de que me acusaran de antipatriota.

¿Y no debería aprovechar para delatar a la mujer del Congo? ¿No era un acto de traición el que había cometido ella al entrar en contacto con mi energía? Me quedé mirándola mientras pensaba en esa posibilidad.

Acababa de salir del baño y su piel oscura aún delataba humedad.

De algún modo sus ojos sorprendieron a mis pensamientos, sonrió y no pude evitar sonrojarme.

Esa noche volvimos a ocultarnos de Ellos. Besó mis pies con un rezo para darles fuerzas.

—¿Fuerzas para qué?, quise saber cuando amanecía y nos juntábamos en un mismo espacio.

Sus dedos fingieron ser dos pies por el camino irreal de mi espalda.

Volví a sentir miedo.

¿Qué quería decirme?

¿A qué me estaba incitando?

¿Por qué?

Sentí deseos de salir gritando del cuarto. Llamar a todos en la casa, que me ayudaran, que me habían encerrado con una extranjera espía.

¿Y si era una doble agente? ¿Y si solo pretendía ponerme a prueba? Verificar mi lealtad al presidente, a mi patria.

¿Y si realmente yo no podía ser leal?

¿Y si no me importara nada más de esta masajista venida de África, solo sus manos encima de mi piel, de mis sueños?

Esa tarde tuve el deseo, por primera vez, de que el gobernante dejara de existir. Me hicieron salir del cuarto, como de costumbre, una hora antes de su llegada. Tuve deseos de gritarle que ella me había tocado, para impedir que volviera a masajearlo. Pero como soy cobarde me fui a la terraza a verificar cuánto había crecido la mata de frijol.

Por la noche ella estaba cansada. No tenía muchos deseos de hablar.

Al otro día fue igual. Y al otro. Y al siguiente también se negó a hablar.

—¿Acaso te lo prohibieron?

Apenas me miró y se recogió en sí misma. Algo comenzó a oprimirme el pecho.

Apagué la luz y acaricié sus hombros.

Fue como sentir el revoloteo de miles de libélulas a mi alrededor. Y atraparlas con mis manos sin tocarlas realmente.

Por primera vez dejaba de pensar en el presidente, en su desconfianza hacia mí, en el amor de mi madre que él me robaba aun antes de conocerla, en las nanas y quitabombas, en los cientos de zapatos de María, la mujer del presidente; en el baño y todas las cosas que apenas podía utilizar; en los vecinos; en la “imagen” de nuestro gobernante; en la traición y la lealtad. En el camino.

Todo desapareció hasta la mañana siguiente. Cuando regresaron las luces y volví a la realidad.

Y comprendí.

El tamaño de mi traición.

El miedo.

¿Qué haría en lo adelante?

¿Cómo miraría a la cara de mi madre, a la del presidente?

¿Quién era yo para poseer un secreto mayor que el del propio gobernante? ¿Cómo podrían confiar ellos en una extranjera que contaminaba, a conciencia, la energía que debía brindar solo al presidente?

¿Y por qué estaba yo obligada a amar al presidente?

Pero si decidía lo contrario perdería el derecho a mi cuarto.

Todas las nanas —no solo la masajista— estarían al tanto de mis gestos, mis pensamientos.

Entonces lo grité.

—¡La mujer del Congo habla con la planta de frijol todas las noches! Se lo cuenta todo, le dice los secretos del presidente…

Es de ella de quien deben desconfiar, es ella quien le cuenta a las plantas, es ella quien se convierte en libélula.

Es ella la que quiere que eche a andar, que busque otro camino.

Que me vaya, que corra o que vuele.

Pero tengo miedo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autor

(La Habana, 1975) Narradora y fotógrafa. Ha sido galardonada con el Premio Calendario y el Premio Cirilo Villaverde, por sus libros Tener sexo con Kalinin Borges (cuento, Casa Editora Abril, 2000) y La canción perdida de Janis Joplin (novela, Ediciones Loynaz, 2003), respectivamente. Textos suyos pueden encontrarse en diversas antologías así como en revistas digitales como Havana Times. Actualmente vive y trabaja en Caracas, Venezuela.

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