Adepto del palimpsesto, de la imagen sobre la imagen, como soy, hallé la fortuna –cada vez menos concurrente– de un buen texto a reescribir. Porque esos son, sin duda alguna, los mejores textos: los que estimulan la sensación de reescritura, el acoso obsesivo de algunas ideas psicotrópicas. Lo demás es puro pasto, guata de colchón húmeda por orina.
Sucede que el autor de estas líneas digería con placer la acojonante descarga de una escritora heavy como Magela Garcés[1], cuando alcanzó el coito verbal, la pura adrenalina que reclama un teclado bajo los dedos y una página virgen. La cuestión parecía de miscelánea: ¿Qué cosa, al día de hoy, es ser un artista dentro de Cuba?
No aspiro, desde luego, a concertar aquí una definición trascendental de la cosa. Aunque, siendo sinceros, hay mucha metafísica en esto, mucha paja idealista.
Además de llevar una barba desaliñada, la melena de un ídolo grunge, los t-shirts monocromáticos (negros o grises, preferiblemente), los blue jeans desteñidos, botas de cuero o unos Converse abandonados a la mugre y una discreta jaba de tela, de esas que obsequian en cualquier ONG, galería o museo fuera de Cuba, ¿de qué va ser un artista?
Según he notado, últimamente, supone, ante todo, ser un histrión, un sujeto hecho de prótesis conceptuales. Se trata de ser fiel a una imagen, a un tipo de identidad esotérica, extravagante, de reality show. O sea, implica encarnar un rol específico, una inviolable faceta que te apresa en un grupúsculo determinado. Las fraternidades funcionan más o menos así:
Los Conceptualistas o “Ladrones de guantes de seda”: Estos son los tótems, los que imponen tendencias y estrategias de inserción comercial. Los llamados visionarios, tienen para sí la primicia de los más importantes galeristas y coleccionistas. Ganan becas y residencias como coser y cantar, con lo que alimentan su ego y un anecdotario de ensueño (la garante de una póstuma biografía capaz de destronar al Yo Publio de Raúl Martínez). Son discretos. Tienen detrás toda una cofradía pensante: críticos, curadores, groupies, et alt. Todos, sin excepción, tienen un alter ego en EE.UU, Europa o Asia. Sus obras mejor valoradas guardan una misteriosa relación con otras obras, de existencia marginal, pertenecientes a un banco de imágenes “clasificadas”. Si se les pregunta al respecto hablan, con cierto aire de erudición, de “citas”, “posmodernismo” y “apropiación conceptual”.
Los Zen o “Amantes de escupir al cielo”: El caso Zen es irrisorio. Una sutil coartada de moda. Se asemeja muchísimo al grupúsculo de Los Poetas, pero estos profesan una estricta idolatría hacia la cultura asiática “no globalizada”, o sea, hacia esa filosofía panteísta que se refiere al espíritu con cierto morbo minimalista. En su argot no faltan palabras como jardín, haiku, gesto, trance, et alt. Son, de manera inteligente, vegetarianos. Sus obras se regocijan en el hermetismo, aunque al final no sean más que auténticas tautologías. Los Zen son todavía más sobrios y discretos que Los Conceptualistas, pero cuando toman ron en lugar de té pueden caer en toda clase de rituales exóticos: bailes raros, muecas manieristas, insinuaciones del tipo “Siempre he admirado lo que haces” o “¿Qué vas a hacer después de aquí?”
Los Fashion Boys o “The Backstreet Boys Mafia”: Estos tienen carácter, son los tipos duros, nuestros “nuevos emprendedores del arte”. Son verdaderos estrategas, gente que no pierde tiempo, ni da pasos en falso. Miran el espacio artístico como un campo de batalla, donde triunfa quien mejores aliados tenga. Son mitómanos y egocéntricos. Su obsesión es el poder. La idea del control los arrebata. La extravagancia es su religión. No ocultan su afición al reggaetón y los bares de lujo, aunque prefieran desfilar en eventos privados a la caza de algún “amiguito” con “power”. Se muestran desinteresados ante los premios, pero en el fondo lo que más desean es formar parte de Los Cínicos Oficialistas. Todos cuentan en su plantilla (¡porque tienen plantillas de trabajo!) con un crítico y un curador a sueldo.
Los Poetas o “Morir por un lienzo es vivir”: He aquí el colmo del snob y el diletante. Estos tipos sí que saben fingir, vivir de la paja seudointelectual. Los Poetas usualmente son de provincia, compran con retraso el Tabloide de Artecubano, tienen carnet de la AHS, escriben poesía en su tiempo libre y se muestran en diversas tertulias de fracasados literatos. Los Poetas, por lo general, son pintores que canalizan sus abortos literarios en el lienzo. Persiguen mitos inservibles, que descansan en toda la mala literatura que consumen. No aparentan estar demasiado preocupados por el dinero. Al igual que Los Fashion Boys persiguen el rastro de algún crítico y se lo echan al bolsillo. Los Poetas –aun cuando progresan económicamente a costa de un mercado de bajo perfil, sostenido por aficionados– no pintan para vender, pero viven para pintar. Odian a muerte a su alter ego: Los Fashion Boys.
Los Políticos: Estos están demodé. Casi en peligro de extinción. Al parecer Tania Bruguera metió a los de su especie en un caldero de Palo. Solo proliferan a ratos. Andan solos y no porque eviten mezclarse. Ganan becas y residencias, aunque su plataforma ideal es la red. No hacen más que portarse en algún espacio público y ya erizan la piel sensible del censor. Por lo pronto, conozco a uno bastante serio, que viene siendo el Mayweather del arte político en Cuba: Luis Manuel Otero Alcántara.
Los Tour-leader o “Las Hienas de Wall Street”: Por lo general son artistas venidos a menos. Gente que vive como aeromozas: encima del avión. El pasaporte repleto de cuños, el iPhone 7 de contactos. Todo el tiempo hablan por teléfono. Saben más de dos idiomas, aunque el castellano los traiciona a ratos. Dominan el espacio trending, y saben todo lo que hay que saber sobre galeristas y coleccionistas influyentes. Saben vender un producto ya hecho, o por hacer. Son amigos de todos los grupos. Muchas veces actúan de consiglieri. De los 12 meses que tiene el año, solo pasan en Cuba las navidades.
Los artesanos: Su filosofía del arte es una vulgar parodia renacentista. Consideran que el arte todavía es cuestión de techné, de radical mimetismo. Los menos patéticos mal imitan toda la pintura vanguardista europea. Con estos, una conversación sobre arte podría perfectamente acabar en los estudios anatómicos de Da Vinci, en un réquiem de la cuadrícula praxitélica o en una ponencia sobre las “Pinturas negras” de Goya. Nunca se sabe. Entienden la tradición cubana de una manera heterodoxa, puesto que adoran lo mismo a Fidelio Ponce que a Tomás Sánchez, mientras emulan con poca suerte la “metrovisualidad” de Carlos Quintana. Son como hongos (proliferan en la sombra húmeda de un estudio-taller) que aguardan la fortuna comercial, mientras trafican lienzos en la Feria del Puerto de La Habana.
Los que están con historiadoras del arte: Estos son casi todos. Proliferan como agentes Smith. Son la contraparte de los que están con artistas sexys.
Los oficialistas cínicos: Son los más odiados, los más renegados por los artistas que pertenecen al resto de las fracciones. Sin embargo, está demostrado que con el tiempo, poco más de un ochenta por ciento de nuestros artistas derivan hacia esta fila. El Premio Nacional de Artes Plásticas deviene la más recurrentes carnada, la carta magna para entrar en este pelotón. Han existido en todas las épocas, por lo que tal vez sea esta, junto a Los Artesanos y Los Políticos, una de las nomenclaturas más longevas. De un tiempo hacia acá, el artista Alexis Leyva Machado fue nombrado su Presidente Vitalicio.
Los Open Mind: Quizás sean estos los más autónomos, los que no tienen bandera definida. Se mueven al margen de todo, sin quedarse fuera de la salsa. No les importa exponer su pincha, porque la tienen vendida desde antes de hacerla. Le valen lo mismo Carlos Garaicoa que Maikel Herrera. No cogen lucha con nada: ni con la crítica, ni con la Institución, ni con el gobierno, ni con Graziella Pogolotti, ni con el calor… Son electrones libres. Lo de esta gente es el mete y saca, la gozadera, el eterno jubileo al margen de cualquier suicidio o nacimiento. Son cómplices de la incansablemente citada línea de Lezama: “Nacer es aquí, una fiesta innombrable”. Se niegan, de hecho, a ser relacionados con el mundillo artístico.
Reprocharán que no están aquí todos los estereotipos posibles, y es verdad. Tampoco están en el Infierno de Dante todos los pecados existentes.
Lo que parece obvio es que la palabra “artista”, con todo lo que connotaba hasta este momento entre nosotros, ha caído en una crisis de definición. El término se ha trivializado hasta caer, para decirlo como Mañach, en el más subversivo choteo. Su prestigio y autoridad son cosa obsoleta, esencia que divierte a académicos obtusos.
Por ahora, juguemos a no llamarnos artistas. A menos que se trate de chotear al otro. ¿Sí se entiende?
[1] Magela forma parte de una casta en extinción, junto a Raquel Cruz (rCruz) y Grethel Acosta. Estas tres parcas me han dado (me siguen dando) buenos puntapiés con muchos de sus textos críticos. Las adoro por eso; porque más de una vez he deseado escribir como cada una de ellas (que, justo es decirlo, son bien distintas entre sí); porque les he envidiado sanamente algunos textos. Estos últimos, de alguna manera, los he reescrito luego.