Poesía de Yanier H. Palao
Entre las espinosas cercas
en el interior de los patios de aquellas casas.
Más espinas
cactus sembrados,
plantas que
sólo abren sus flores de noche.
–
Flores blancas que ven el paso del mar,
el desfile de hombres mal alimentados
agobiados de la familia,
cantando en lenguas negras
con redes en sus espaldas
caminando con pantalones ceñidos,
mostrando su virilidad casi animal.
–
Entre las espinosas cercas
en el interior de los patios de aquellas casas
más espinas,
sólo ellas germinan en aquellas tierras.
Así lo ve la niña, con resignación.
El fluir del sudor por la piel todavía joven.
–
El insoportable vaho de las vísceras de los pescados
que se pudren en los caminos.
El cúmulo del odio en estos árboles,
en estas paredes.
Así lo ve la niña.
Parece no haber dormido en casa,
golpea con piedras las duras semillas del hicaco,
golpea para comerse la masa blanca de su interior,
la masa de un sabor indescriptible.
El calor es tanto que sus ojos
ven a los hombres echarse agua a cielo abierto
con los brazos alzados.
Ahora trata de dormir
pero el ruido del estómago
de su madre la impacienta.
Lo verdadero
Para Iván Grizzli
Allí estaba lo verdadero, lo contundente, el deslumbramiento de estos trozos de vidas definidos, tendidos a lo largo de los objetos. Una puerta se abre balanceándose hacia delante, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás dejando pasar la luz opaca, de los cristales.
Luz, de silencio, luz que muere –o peor, que hace que muera el instante de las sonrisas.
Corto pedazos de pan. Pienso cuántos se han cortado con este cuchillo. Pienso en las bisecciones, pienso en las necropsias. Pienso. Todo es uno. Todo.
Pero allí estaba lo verdadero. Un hombre llora por la partida. Un muchacho alto sube al ómnibus y desde el asiento que da a la ventanilla puso sus manos encima del cristal oscuro. Aquellas manos humedecieron la superficie, dejando marcada la silueta que el aire borraba.
Todo se entrelaza, busca cauces por donde viaja lo observado, lo que se registra y queda así, de esa forma expuesto.
Pero allí estaba lo verdadero, claramente dibujado por gotas de sudor. La forma de la mano, determinada por momentos, momentos en Galiano, Ánimas, La Avenida del Puerto.
Momentos en que definíamos el litoral recogiendo piedrecitas, pomos para guardar poquitos de sueños.
Sueños que vienen del éxtasis que provoca mirar, la paz que emana de los ojos del mendigo, el profundo olor que desprenden los gatos cuando son aplastados en la calle.
Frente a mí ese color sepia, tierra tostada, por entre los nylon que guardan los huesos. Esos eran los tíos que no conocí. Huesos en nylon transparente de abono.
De nuevo alzo el brazo despidiéndome –no como el hombre que llora por la partida. Era otra la despedida, es otra. Las manos de mi madre humedecían el cristal del féretro en el que llevaban a la abuela, eran otras manos, pero eran las mismas, cientos de manos saludándose por última vez.
Sigo cortando pan, un pan para alimentar el hambre que da entregar un cuerpo a la muerte.
Sigo cortando pan en trozos iguales, rebanadas que se comen con la mayor quietud.