Piter Ortega Núñez (Nueva Paz, 1982) es un curador histriónico con un talento innegable para la alucinación. Aunque quizás su único acierto curatorial se expresa en Bla, bla, bla (2009), exposición que, desde su reducida y meticulosa visión, apuntaba a un síntoma y prometía el advenimiento de una renovación pictórica en la isla. Después de esto, a mi juicio, ya no ha vuelto a encontrar la diana. Algunos, con algo de razón, me reprocharán que olvido lo inolvidable: su muestra más citada, acontecida en el año 2010. Pero Bomba (2010), en sí misma, no proponía nada novedoso –salvo el forzado reencuentro de algunos artistas con el lienzo. La nueva arremetida se conducía por los mismos trillos ya inaugurados por Bla, bla, bla. Bomba, en cualquier caso, funcionaba como una edición extendida de su antecedente, ofrecía una panorámica que, por numerosa y elástica, terminaba quebrándose en su rizoma. Piter prefirió dar al traste con una lectura consecuente, antes que dimitir de la vanidad que supone atestar de lienzos las paredes del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam.
Unos años después, en enero de 2013, continuaría su saga carnavalesca. El curador, esta vez se movía dentro de un tópico espinoso, buscando desafiar la tolerancia del gremio. Sex in the city [1] prometía ser el diagnóstico visual de la temática homoerótica dentro del arte cubano contemporáneo -de los últimos diez años. Hasta ese punto valía la pena aventurarse. Sin embargo, la desmesura volvía a traicionar a Piter. La muestra, hasta cierto punto, adoptaba la dinámica de un boulevard asiático, donde puedes encontrar absolutamente todo sin discriminación alguna. Desde lo más light hasta lo más cutre. Desde la pieza más pensada y visceral, hasta el gesto más superfluo y desechable. Y sabemos, de sobra, que una curaduría es cualquier cosa menos eso. El saldo que dejó esta muestra, más allá de la experiencia apocalíptica de un interminable gentío vapuleándose en aquella sauna-galería, se tradujo en el cotilleo de algunos octogenarios indignados, que confesaban su angustia frente a la incontrastable osadía visual del curador.
Otra fortuna, en cambio, ha corrido Piter respecto a sus libros publicados hasta el momento. Contra la toxina (Instituto Juan Marinello, 2011), su autoantología crítica (¡porque un crítico cubano que gana precozmente el Guy Pérez Cisneros, ya tiene el derecho de autoantologarse y aspirar a una edición seria!), pese al error de conceptualización[2] que comete al inicio, figura como un debut aceptable. Su segundo libro (me parece imposible obviar que mientras Piter ya ha pisado el home un par de veces, Héctor Antón Castillo, estandarte de toda una generación de críticos cubanos, todavía aguarda el fallo de alguna editorial nacional o extranjera), El peso de una isla en el amor de un pueblo (Montero Creative Studio, 2015), se descubre bajo la misma tónica del anterior, y por tanto, nos devuelve a la ligereza de un crítico que ahora oficia como traductor de lo que el mercado y, sobre todo, el mainstream miamense entiende por arte cubano contemporáneo.
Desde finales del año pasado resuena el eco de un chisme que afirma la negación de la institución artística cubana frente a otro proyecto ambicioso de Ortega. El curador, perfectamente podía haberse inclinado hacia un espacio privado de los que proliferan ahora en la ciudad, afín de concretar su proyecto. Sin embargo, según se sabe, renunció a la idea inicial y derivó hacia otra alternativa: un libro catálogo. The Millenials Generation. From the Nonsensical to the Post-Utopian Crisis[3] es el resultado de otra inmersión pretenciosa, igual de axiomática que las anteriores. En esta ocasión, como ya veremos, Ortega se lanza a antologar lo que a su juicio es lo más valioso y exponencial de la emergencia artística que ve la luz a partir del nuevo milenio en Cuba. Antes de ir más allá, debo precisar que entiendo y estoy de acuerdo con la idea de que cada antología es, esencialmente, un acto de interpretación individual, y por tanto responde a la subjetividad del que la acomete. Cuando antologamos algo, por necesidad, excluimos otras cosas. Luego, una antología deviene el más fiel reflejo de un autor: nos habla, en principio, de sus filias, después nos muestra sus miserias y en general nos ilustra la lógica de su pensamiento.
Atendiendo a esto, en The Millenials… Piter Ortega se nos revela demasiado polifónico, contrastante, indefinido. El curador es tan o más camaleónico que la generación que se atreve a definir. Es un híbrido con varios nombres, identidades, pigmentaciones; es el cuerpo identitario que explora Jorge Otero, con la performatividad política del Luisma, la frialdad racional de Wilfredo Prieto, el simplismo mediático de Osy Milián, la metanfetamina imprescindible de Campins, El Pollo y Niels, la testosterona de Carlos Martiel, el barroquismo conceptual de la nada de Yornel y el fashionismo de Stainless.
Piter, de esta manera, sintoniza perfectamente con esta (su) generación. Entiende sus vicios y pesares. Pero eso no lo hace mejor, ni más profundo en sus ideas. Creer en Piter es creer en la falsa catedral que este erige desde la impostura, que en él ya se torna demasiado predecible e ilegítima.
Idas y venidas en falso…
No pienso entrar a discutir muy seriamente con lo que parece un texto resacoso, pleno en contradicciones de toda índole. Ahora, sí hay algunas cosas que merecen ser aclaradas en torno al decálogo milenario. Cito:
“el arte cubano siempre ha sido muy localista (…) Estos jóvenes de los dos mil apuestan, en cambio, por un sesgo transnacional, desterritorializado, cuestionador del concepto mismo de “nación”. Un arte globalizante, seducido por los discursos universalistas, y al cual pareciera imposible realizarle una lectura desde el punto de vista “identitario” (…)”
El localismo, no cabe duda, ha sido, a través de la historia, un síndrome extendido en el arte cubano. Las causas se explican de muchas maneras, pero lo que ha inducido, en principio, a ese encerramiento, a ese remar hacia dentro, es la práctica de un nacionalismo moderno constructor de una identidad visual propia, portadora del ethos insular, y luego, el desfasaje originado por la desinformación y la relativa ausencia de diálogo cultural con los contextos foráneos. Es lógico, por tanto, que si esta es la era de la apertura en todos los sentidos, también se produzca un desborde, una superación de la simbólica frontera insular.
Ahora, sospecho que la transnacionalidad y la desterritorialidad no son síntomas exclusivos de esta época. Asimismo, el cuestionamiento de la metafísica nacional ha sido un viejo deporte, que encuentra valiosas representaciones, por ejemplo, en la generación ochentiana. Cuando se confronta las obras de Volumen Uno (1981), sentimos la misma ausencia de identidad, la falta de un discurso consecuente y afirmativo de una visualidad local. En todo caso, el universalismo y el cosmopolitismo estético que manifiestan en su actitud los artistas cubanos de hoy, es deudor de un universalismo y un cosmopolitismo precedente, fundado por la generación artística de los 80, que Piter se empeña en sepultar.
Otra enunciación inquietante es esa que acentúa el desdén y la indiferencia de esta generación hacia los mitos del “Nuevo Arte Cubano”, distinguido por la voz crítica de Gerardo Mosquera. Asumo que Piter no estuvo en Cuba entre los años 2014 y 2015, cuando se produjo, de manera providencial, el simbólico retorno de José Manuel Fors, Ricardo Rodríguez Brey, Flavio Garciandía y Tomás Sánchez, para sopesar los efectos inmediatos de esos aterrizajes en nuestro espacio artístico.
Quizás se pueda hablar de una superación estético-conceptual, de una remontada histórica cuya explicación se encuentra en la fractura de un devenir artístico durante la crisis noventiana, al momento de valorar la producción simbólica cubana más reciente. No obstante, las marcas de la generación del intitulado “Renacimiento Cubano” permanecen en el consenso gremial de manera inalienable, delineando una imagen de culto, generando más de una angustia estética difícil de ignorar (¡El mismo Piter llegó a preguntarse varios años atrás si acaso en Cuba quedaban críticos de la estatura y el calibre de Mosquera!)
Por otro lado, coincido con Piter cuando piensa en Eduardo Ponjuán, Luis Gómez y René Francisco como zonas de influencia[4] para esta generación. Pero acaso el crítico olvida que esta generación debe su ascenso, principalmente, al posicionamiento del curador como figura de poder y legitimación, desde finales de la década pasada dentro del circuito artístico cubano. Él mismo forma parte de ese nuevo status quo junto a Elvia Rosa Castro, David Mateo, Magaly Espinosa, Beatriz Gago, Sandra Sosa, Cristina Vives, Sandra Contreras, etcétera. Los artistas que ahora observamos en ferias de arte, colecciones privadas y galerías de prestigio internacional, llegaron ahí, en buena medida, por la gestión promocional y la producción textual de nuestros curadores, los que valoraron en su justa medida el progresivo ascenso de un grupo considerable de artistas cubanos. Eso, por una parte.
En este momento, nuestro espacio artístico evidencia un giro en su dinámica promocional, que acusa una nueva alternativa de legitimidad: la autogestión artística. La influencia que ostentan ciertos artistas –avatars del mercado y el coleccionismo privado-, se traduce en un ilimitado poder de gestión, cuyas facetas más conocidas son los eventos sociales privados y las exposiciones con fines lucrativos. Bajo esta nueva condición es el artista quien decide sobre su obra, quien la posiciona y administra de acuerdo con sus intereses. La autonomía señalada implica para muchos la destitución del curador –no digamos ya del crítico–, visto ahora como un simple intermediario del cual se puede prescindir. Así, para referirnos a las fuentes de influencia, a los llamados resortes epocales de esta generación, ni siquiera vale la pena hablar de pedagogos o curadores, sino de galeristas y artistas posicionados.
Line up
Un poco antes comentaba el line up, sin detenerme a desglosarlo minuciosamente. Ahora tampoco lo haré. Simplemente, me referiré a algunas ausencias, en cierto modo, inexplicables; sobre todo, cuando posan en el “dream team” creadores como Gabriel Fabelo Hung, Osy Milián, Yanahara Mauri y Lisyanet Rodríguez, que a la sazón constituyen una infeliz cañona de Piter Ortega. Pero siempre, de alguna manera, ha sido así: Piter se atreve demasiado, propone un par de nombres dudosos, tienta una y otra vez la llama de la inquisición y, finalmente, rehúye quemarse. Es un experto en eso.
Valdría la pena, en cambio, que el crítico se cuestionara (o justificara de manera concreta, con lecturas concretas) por qué no figuran en su catálogo nombres de mayor peso simbólico como: José Eduardo Yaque, Adriana Arronte, Adonis Ferro, Luis Gárciga, Hamlet Lavastida, José Manuel Mesías, Elizabeth Cerviño, Ernesto Javier Fernández, Duniesky Martín, Ariamna Contino, Fidel Yordan Castro, Frank Martínez, Rafael Villares, Leandro Feal, entre otros productores (tampoco pretendo agotar esa lista de posibilidades, condenada, por fuerza, a estar incompleta).
Epílogo (o después de la perreta)
Piter Ortega ha ido perdiendo, tal vez demasiado pronto, el glamour que lo precedía, para bien o para mal. Su creciente influencia ha mutado en una mueca de desprecio, tan repetida que ya parece un tic nervioso, una reacción inevitable y contagiosa en extremo. Para muchos, la “Era Piter” ya finalizó. Se esfumó tras esa clarinada contundente que fue Bomba. Lo demás ha sido simulación, puro efectismo. La consumación de un estado decadente que eclipsa el raciocinio de un crítico años atrás sustancioso, de un curador innegablemente pícaro, soberbio, con mucho que decir.
Unos pocos críticos de la isla han intentado darle forma e interpretar los síntomas y valores que definen a la generación de artistas que asoma con este siglo. Un texto de absoluta pertinencia es Acotaciones para conciliar el sueño de una década (2008), concebido por Héctor Antón como una lectura ético-estética de algunas obras y autores ya imprescindibles dentro del panorama. Luego, hasta donde sé, la más íntegra reconstrucción de la emergencia artística en Cuba en los años 2000, fue escrita por Elvia Rosa “La Pitonisa” Castro, hace ya algún tiempo. El ensayo, bastante conocido por todos, se titula De la megalomanía ética a la bobería al Nullpunkt (2008). No digo con esto que el tema esté agotado, que Elvia haya colonizado todas las posibles maneras de efectuar una lectura contextual razonable. El texto citado, en muchos modos, tiene tantos aciertos interpretativos como enunciados que refutar. Sin embargo, en la voz de Elvia se adivina una comodidad, un reposo en las ideas (me imagino a Elvia, a solas, instalada en la recámara “Generación Cero del Arte Cubano”, flemática y seductora, tecleando el texto a placer), una alquimia propia de su erotismo filosófico, que los franceses describen, con cierta poesía, como un erige en lois[5] –quizás por ello, a Elvia Rosa se le entra por dos costados: uno muy sinuoso y arriesgado (la escritura) y el otro de una rectitud y transparencia insuperable (las ideas). En este sentido, cualquier lectura que se pretenda transversal no puede ser menos que eso, no puede encontrar su sino en la superfluidad y lo caricaturesco. Nuestro curador quizás sepa esto y aun así se atreve a desafiar las reglas, so riesgo de no tocar fondo y quedarse apenas en el esbozo vago. He aquí el pecado original de Piter Ortega.
[1] La Acacia, enero 2013
[2] Muy bien refutado por el crítico Hamlet Fernández en un texto publicado en la revista Arte por excelencia.
[3] La generación del milenio: Del despropósito a la crisis post-utópica
[4] Aunque según me parece restringe la cuestión a la zona pedagógica del ISA, desde donde provienen una buena cantidad de artistas, pero no todos.
[5] Erigirse en lugar