Como la pornografía, el punk, los tatuajes, el piercing, la marihuana o el sexo interracial, el grafiti todavía resulta tremendamente subversivo en La Habana del siglo XXI, una ciudad que ya huele a McDonald´s, fascinada como está con las desmesuras de Nicki Minaj y los brillantes de Karl Lagerfeld. Con entusiasmo adolescente, esa potencial amenaza recorre una urbe que se esfuerza por enmendar cierto encanto perdido. Ante la mojigatería de las autoridades del orden público, el grafiti se torna una presencia turbadora con la capacidad de alterar la experiencia cotidiana.
Cada vez, cobran más fuerza prácticas estéticas que traslucen el impacto que en la sensibilidad de la gente ha causado la metamorfosis experimentada por el país actualmente. Un grupo de jóvenes transgresores, con ánimo de modelar su identidad —más deudora de la industria del espectáculo que de una subjetividad anarquista—, están haciendo del grafiti una presencia electrizante en el espacio urbano. Acaso este difuso movimiento proviene de la insatisfacción social, la falta de motivaciones, la frustración existencial de unos chavales seducidos por la globalización cultural; pero el grafiti, de cualquier modo, es ya una expresión con legitimidad absoluta y de una creatividad feroz. La sola acción física inyecta en quien la ejerce una recarga descomunal de adrenalina, como un enérgico orgasmo prolongado.
Cuando en los metros de Nueva York, los barrios marginales del Bronx o las calles del mayo parisino, hacia finales de los años sesenta, individuos insatisfechos e incómodos con el estado de su realidad, comenzaron a cubrir muros y paredes con pinturas, dibujos y diseños gráficos —como acto de protesta, testimonio de sus contradicciones con el sistema o propuesta de identidad gremial—, estaban lejos de suponer que pasado un tiempo, el fervor utópico, el gesto antiautoritario, la crítica contra dogmas y convenciones implícitas en su ejercicio estético, serían absorbidos (entiéndase, asimilados) por el mercado para colocarlos como símbolo de rebeldía contracultural. Sin embargo, como otro índice del estremecimiento vivencial de la isla a inicios del milenio, un sector de la generación que en este minuto ajusta su visión del mundo, encuentra en el grafiti el credo distintivo para posicionar su sensibilidad, rehabilitando así la textura política de un lenguaje que aún carga, pese a todo, con una fuerte dosis de materia reactiva.
Esta nueva ola es síntoma de un cosmopolitismo necesario. Una producción que se inserta explosiva en la dinámica social para desafiar el control, profanar íconos, territorios, inducir sentidos, incitar reacciones: apropiarse de la ciudad, penetrarla con estilo y fijar en ella otra identidad. Quizás resulte una maniobra corrupta para esos vigilantes del “ornato público” mas consigue dinamizar el recorrido urbano, el deterioro arquitectónico con una dosis impactante de comunicación: rompen con la percepción común e introducen un contrasentido estimulante.
El comportamiento de los grafiteros de La Habana no es despolitizado, para mayor sorpresa. El imaginario colectivo que arrojan manifiesta una clara conciencia de su realidad, no actúan con la sola voluntad de afirmación identitaria. Esa conciencia de lo real se manifiesta en la certera escogencia de zonas marcadas por el desorden urbano, escenarios de connotaciones psicológica que les permiten elocuentes diálogos con la gente; en la selección de áreas donde se entrecruzan complejas relaciones de poder. Bien visto, el relato trazado por estos individuos convierte la ciudad en un campo de batalla donde disentir de lo que les resulta adverso. Apropiarse de paredes, edificios, contenedores, garajes, trabajar con un motivo de particular referencia política o con otros de total indiferencia alusiva, es ya inscribir un problema y el modo de componer un horizonte propio por el cual desplazar su cosmos de valores.
Por lo general, los grafiteros suelen ser bastante versátiles, pero en busca de una marca de estilo. Su estética se mueve, desprejuiciadamente en patinetas, de la imagen neoexpresionista al bad painting, del comic al videojuego, del diseño publicitario a la tipografía norteamericana de los setenta, en un eclecticismo que fusiona, a ritmo de The Ramones, personajes apócrifos, héroes de la patria, símbolos nacionales, representaciones de circulación internacional, referencias a la cultura popular, ironía, humor y violencia.
De los tag más sona’os, despunta 2+2=5, quien recién ilustró una pared con su popular encapuchado sosteniendo la cabeza decapitada de Trump. Esta figura, capaz de asumir diversas personalidades y adoptar provocativas posturas, a la fecha de hoy, ha alcanzado una notable calidad expresiva. El autor ha creado una microhistoria en torno a ese personaje con capucha de rallas que ocupa múltiples espacios capitalinos, siempre en actitud iconoclasta. Luego, la osadía de “los desconocidos” que han llegado a manipular, con altos cotos de inventiva plástica, la imagen de Martí, el Ché o Fidel Castro, para dialogar, de forma irónica, con determinados discursos políticos e ideológicos, tanto del Estado como del imaginario popular, apelando a una visualidad que suda destreza. Muchos han elaborado una iconografía particular, como es el caso también de B 8, que irrumpe con su cabeza enmascarada y con swing chabacano, desafiando al posible receptor con una conflictividad inherente al dibujo mismo. Tenemos The Happy Zombie, un expresionista con sorna que se desliza de la burla al vandalismo; a Sam 33 y su mono bufo, que procura burlarse del buen vecino, y hasta de Dios; a Yulier P, un tergiversador de la realidad habitual, de una expresividad grotesca y un activismo que, parece, exacerba al poder; y Ndoqui, de una línea esquemática pero perspicaz y sutilmente paródica.
Estos jóvenes están redistribuyendo un escenario, fundando un espacio para la libre circulación de un lenguaje sísmico. Deben asumir el riesgo que su actividad impone para ratificar su presencia. Hay aquí un pensamiento, un estilo de vida que insto a sostener en las periferias de la comunicación estética. Con una retórica progre, el grafiti nutre la cotidianidad de imaginación, en una relación que desvirtúa la miserabilidad de esta Habana.