La tupición es grave –dijo el plomero
En una toma de “La Época, El Encanto y Fin de Siglo” (1999), una morena de asfalto le grita a “desconocidos” del parque Fe del Valle que, supuestamente, se metieron con ella: “¡Pinga….!”. Más adelante, en una confesión-epitafio que contiene este pasatiempo fílmico de Juan Carlos Cremata, alguien reconoce en off: “Desde que se quemó El Encanto, La Habana parece una ciudad de provincia”; como si la memoria inconsolable del subdesarrollo (Sergio Malabre en la película de Titón) permaneciera intacta.
Con su retro-experimento, Cremata Malberti invocó un placer arcaico: salir de compras. ¿Cómo ilustrar el aldeanismo habanero diecisiete años después que Memorias del subdesarrollo? Bastaría el cuadro de un policía tartamudo pidiéndole el carnet de identidad a un estudiante contento por la bebida consumida, para decirle antes de autorizarle a prolongar su rumba: “Tú…ere un…elemento con características. Continúe…”
El “incidente” pudiera ocurrir en el mismo parque (transformado en prostibularia Zona Wifi), que lleva el nombre de la única víctima (Fe del Valle), quien perdió la vida cuando ardió la tienda El Encanto, sabotaje con “fósforo vivo” (metidos en rincones inflamables como telas) perpetuado un 13 de abril de 1961.
Fin de siglo ya no es aquel mall por departamentos que muchas personas frecuentaban para actualizar su vestimenta, calzado y cualquier tipo de bisuterías. Ahora es una cueva asfixiante de cuentapropistas, luchando por deshacerse de sus productos en medio de una acumulación de curiosos. Muchos deambulan para rastrear o sustraer en vez de comprar, promover ventas ilícitas de lo que sea, hasta especular que liberarán a María (petición malograda del músico Roberto Carcassés en la Tribuna Antimperialista); la bolita, o el matrimonio gay por intermedio de esa Primera Dama de la diversidad sexual: Mariela Castro Espín.
Allí se capta la noción del no-tiempo que tiene el ciudadano promedio de hoy. También se puede adquirir información visual vetada en cine, radio y televisión. Tras esas drogas audiovisuales, entré al recinto y me topé con una joyita que buscaba: un documental del crítico y cineasta Enrique Colina, que provocó una efímera discordia por e–mail como rémix de una insubordinación sofocada.
La vaca de mármol reposaba junto a El Tren de la Línea Norte (2013), producción independiente ninguneada del circuito legitimador del audiovisual cubano emergente. Desalentador testimonio del abandono gubernamental que padece la comunidad de Falla, anexa al municipio-cabecera de Chambas en la provincia Ciego de Ávila. Otra historia local de la infamia (dirigida por Marcelo Martín) para examinar en un deslinde autónomo.
El General Máximo Gómez, héroe de nuestras gestas de independencia, decía cuando sus caballerías de insurrectos cargaban al machete: “El cubano o no llega o se pasa”. Este axioma surgido en la manigua constituye el detonante de La vaca de mármol (2013), que comienza su “breve historia” evocando una información al pueblo de Fidel Castro con su dedo índice en alto: “…Puedo añadir una noticia grata, incluso muy grata: Ubre Blanca produjo ayer 89,9 litros de leche, un nuevo y extraordinario record, quizás como saludo al 26 de julio…” (ovación, banderitas cubanas de papel revoloteando y corte del director).
Al enterarse Fidel de la superioridad del blanquinegro bovino, se personificó en la finca “La Victoria” en Isla de la Juventud. Ubre Blanca tendría la misión histórica que le garantizaría el respecto popular: rebasar a una tal Arlinda Allende, vaca estadounidense que producía 89 litros de leche en un día, marca vigente desde 1974. Cien eran suficientes para silenciar a la célebre novilla yanqui e implantar un record guinness, mediante una cruzada láctea fraguada al calor de la Guerra Fría. Era como parafrasear una consigna: “Los cien litros de leche de que van van”.
Los minutos iniciales de La vaca de mármol trascurren en la mencionada finca, donde vaqueros y veterinarios protagonistas del reto cuentan los desvelos por sacarle lo imposible a un animal tan viejo como necesario, “porque no hay quién pueda con muchos animales de cien litros; no hay ser humano que resista eso ni vaca tampoco; es un atleta de alto rendimiento que depende totalmente de ti, porque no habla ni piensa”. El capricho del comandante era un desafío crucial: convertir a Cuba en una potencia genética a escala mundial. Una hazaña posible de alcanzar a base de rumia, descanso, pangola y atención médica-veterinaria.
Ganadería y deporte confluyen en este material, donde se combinan imágenes del ordeño mecánico y el mítico triunfo de Alberto Juantorena en Montreal 76. Pero Juantorena Danger (y no es casual que su segundo apellido significa peligro en inglés) piensa y habla con destreza maquiavélica. Al volver de la Olimpiada, “El elegante de las pistas” recomendó eliminar un estipendio mensual que recibían los estudiantes universitarios, para así ahorrarle un “gasto innecesario” a la Revolución y fortalecer el espíritu de sacrificio en los profesionales del mañana.
Fotos de la época revelan a la mama del prodigioso F-2 (que llegó a medir dos metros de perímetro) casi a punto de reventar; algo semejante a las piernas y brazos de quienes representaban a los colores patrios en eventos internacionales de todos los niveles jerárquicos, para obsequiarle a los aficionados ese alegrón que se merecen y volver repletos de modestia, vergüenza y dignidad. Contra el estigma del profesionalismo salvaje, los atletas criollos soportaban (aún) presiones sin diamantes (Transición).
Tras una corta y penosa enfermedad, Ubre Blanca fue sacrificada en 1985 a los 17 años. Cuba perdía a una vaca sagrada, voluminosa, desinteresada y rentable. A partir del acontecimiento que “enterneció a toda la nación”, el documental de Enrique Colina (La Habana, 1944) transita del entusiasmo al desencanto con una respetable cuota de humor negro que provoca carcajadas entrecortadas.
Así llegan los noventa y ocurren accidentes políticos que eclipsaron la posteridad y la aureola productiva de la mimada bestia: Castro desestimó el renglón ganadero; ¡se acabó el patrocinio soviético!, la vaquería de los records sirvió de escenario para el hurto y sacrificio de reses; la leche pura y la carne de res derivó en nostalgia ochentiana durante el eufemístico “periodo especial en tiempo de paz”.
Amén del pretexto narrativo, La vaca de mármol insiste en una obsesión del realizador: el imaginario absurdo de la ciudad y sus gentes. Entonces la cámara retorna a “la capital de todos los cubanos”, para capturar declaraciones espontáneas-disparatadas, que matizan la atmósfera de ese complejo de ombligo del mundo o llave del golfo, propio del maximalismo tropical.
“La mayoría del cubano tiene 12 grado. En La Cuna del Daiquirí, decidimos hacer el Daiquirí más grande de la historia. Existe el salto alto de Javier Sotomayor que todavía sigue siendo record. Tenemos la inmersión de Déborah Andollo. El tabaco más largo del mundo es cubano. El cubano es el que más sabe de pelota, de mujeres, de negocio”. Como sugiere un axioma del tremendismo nacionalista: “Caballo grande, ande o no ande”. Todo para anclar en el corazón de la “fiesta innombrable”: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”.
Mezclando sátira y parodia, Colina llega a la “opción cero” del patetismo oficial, cuando evoca un regalo que le hicieron al comandante: una escultura de mármol en homenaje a la gloria pecuaria isleña. En un principio, la “obra de arte” se ubicaría en una Plaza de la Revolución que se construiría en el terruño del cebú. Ubre Blanca estuvo a punto de reemplazar a Martí en una raspadura pinera; por suerte, decidieron colocarla en el “lugar ideal”: El Distrito ganadero “La Victoria”, donde logró erigirse símbolo del excedente lácteo. Después, un habitante “sin cabeza” profanaría su “tumba sin sosiego” (Pausa breve).
“Si a la Venus de Milo le faltan los brazos, ¿no importa que le hayan cortado el rabo a Ubre Blanca? –deduce Abelardo Echevarría, uno de los escultores-marmoleros que concibió una estatua realizada en vida de su modelo original. “Desgraciadamente, la mutilación existe históricamente” –concluye mirando las canteras del precioso material.
“/Ya no estás más a mi lado corazón/Siempre fuiste la razón de mi existir/Adorarte para mí fue religión/” (Historia de un amor, Carlos Eleta Almarán).
Se antojan remotos los tiempos en que Fidel Castro (reflexionando “a pie de obra”), desplegaba similar “intensidad” al darle una palmadita en el hombro a un “campesino feliz” de monte adentro y asegurándole a un “pequeño héroe” que “era un gigante”. Carlos Alberto Montaner lo ha dicho: “Cuba es un país que siempre ha girado en torno a un hombre”. Sea un jefe intransigente o líder carismático, el guía-emblema de la Isla se convierte en paradigma de la fe atea o de cualquier tipo, haciendo un derroche de voluntarismo o abnegación sincera.
Entre un abrazo de Fidel como “metáfora reconfortante” y el boom de Ubre Blanca como “metáfora económica”, La vaca de mármol fabula con pulsiones individuales y colectivas, oscilando entre la inseguridad y dependencia de una porción de tierra flotando en el mar Caribe. Tal vez los habitantes del “Archipiélago Cubag” no están preparados para trocar la barbarie en lección de soledad constitucional.
Colina intercala con humor de estilete (ajeno a la grosería y demagogia cabaretera) los contrapuntos entre alta y baja cultura, desbordando un afán de transparencia periodística que convence a unos y exaspera a otros. Quizás este “hombre de cine” tenga una procesión interior, en cuanto a su identificación-distanciamiento con el largo y tortuoso camino pos59. Aunque como muchos “intelectuales críticos” de su generación, nunca se ha manifestado ante el “estado de cosas” imperantes con energía opositora ni aliado a ideólogos transitorios.
De maniobra en maniobra, la política cultural de la Revolución Cubana se afinca en un adagio de raíz popular: “Dios aprieta, pero no ahoga”. Un ademán de soberana hipocresía es la nominación de Enrique Colina al Premio Nacional de Cine 2016. Según el nuevo maquiavelismo, a los “herejes moderados” les asienta más el bulto que la hoguera. “Dentro de lo conveniente todo; contra lo conveniente nada”. Colina soslayó jugar con la cadena y no con el mono: coartada para camajanes blanditos, trituradores de esas migajas que ofrece la Institución-Arte.
Por el momento, La vaca de mármol se contamina de mercadería novelera, reguetonera y erotómana (al precio de 2 CUC) en un stand de otro Fin de Siglo (“un mundo de oportunidades”) con garantía provisional, donde se oferta cuanto no trastorne la materia gris de cerebritos domesticados, que matan las horas elucubrando alcanzar lo imposible. La copia es óptima y el argumento merece la inversión para reír, llorar y repensar el futuro del Gran Culebrón latinoamericano.