Una de las piezas más llamativas que integra la Selección Oficial del Festival de Cine de La Habana es la película cubana El proyecto (Alejandro Alonso, 2017), obra de cine-ensayo ubicada en la categoría Documental, que matiza significativamente la muestra en competencia, donde prevalece la ortodoxia estético-discursiva, con significativas excepciones como la argentina Zama (Lucrecia Martell, 2017) y la dominicana Cocote (Nelson Carlo de los Santos, 2017), adscritas más explícitamente a la esfera ficcional.
Con un importante recorrido internacional —incluido el reciente Premio FIPRESCI del DOK Leipzig 2017—, la propuesta de Alonso viene a ser una casi metafísica reformulación del propio concepto de “proyecto”, entendido comúnmente como algo inacabado, bocetado, embrionario, insinuado. Todo lo contrario. Aquí el término refiere mucho más a una “proyección” en el tiempo, a un viaje constante desde el pasado, dejado atrás en el último segundo transcurrido, hacia un futuro que nunca será presente. A riesgo de negar el movimiento como constante definitiva y definitoria de la existencia, que la percepción humana enmascara bajo la autocomplacencia de lo presente: una noción tan exclusivamente emanada de nuestro arbitrario y controlado universo simbólico como son la línea o el horizonte. Pues la concientización plena de existir en una dimensión perennemente mutable solo puede llegar acompañada de la locura o el acceso instantáneo al Nirvana (algo que bien puede ser lo mismo).
El presente termina siendo poco más que una escaramuza perceptual para no reconocer lo ineluctable de nuestra condición nómada en un tiempo que no conoce lo estático. La inmutabilidad no es una certeza, ni un asidero o posibilidad, sino una aberración imposible en un universo donde el Movimiento es la única posibilidad, la ley primera y última. Es el verdadero perpetuum mobile que nos contiene y rige. Así, pasado y futuro vienen a resultar las únicas constantes auténticas. En tanto el primero engloba todos los acontecimientos irrevocable y “ciertamente” sucedidos, afianzados en un nicho histórico. Y el segundo es cierto en lo ignoto e impredecible de su eterna naturaleza promisoria. El futuro como estado larvario del pasado, en un sentido que relativiza cualquier direccionalidad evolucionista, o cualquiera otro arbitrio racionalista como el arriba y el abajo, el delante y el atrás. El destino de todo lo que será es haber sido. Es quedar atrás. Es convertirse en un suceso, en un fenómeno sucedido.
El futuro del después es convertirse en el antes. Así como se convierte en un pasado cada vez más nebuloso el “proyecto” de obra atesorado y soñado por el sujeto lírico que escoge Alonso para protagonizar y narrar la película. Proyecto incompleto por desconocidas circunstancias que truncaron su rodaje completo; incompleto por los eones que han transcurrido y por las trampas de la memoria. En el momento diegético de la cinta, ya es un puzle en plena descomposición, como se aprecia sobre todo en las secuencias animadas inicial, intermedia y final, donde se desmigaja en una lenta explosión que recuerda levemente ciertas secuencias de Antonioni, la maqueta digital del edificio-personaje —auténtico co-protagonista—: una antigua y estereotipada ESBEC (Escuela Secundaria Básica en el Campo) o IPUEC (Instituto Preuniversitario en el Campo) cubanos, ya da lo mismo.
Es una escuela sin alumnos ni profesores. Fue encarnación arquitectónica de un proyecto de futuro, y por ende la materialización de una certeza futura. Cuando fue filmado por el protagonista, era también algo seguro como ente pasado, carente ya de sus propósitos como incubadora de un porvenir armonioso y utópico. Transmutada en pasado, es un exoesqueleto decadente donde sobreviven un centenar de náufragos, rodeados por naranjales igualmente mortecinos bajo el asedio del virus Citrus tristeza. Es un no-futuro. Está más cercano a la aberrante naturaleza inmutable del presente. Es un desecho imposible, un coágulo arrebujado al borde del Movimiento.
El montaje de la película plantea precisamente la contraposición entre las imágenes pasadas, rebosantes de entusiasmo futuro, y las imágenes del verdadero destino que le fue deparado a tanto frenesí utópico. La fotoanimación, marcada por soluciones tipográficas que homenajean la obra de Nicolás Guillén Landrián, fotografías de prensa optimista y planos de reluciente pragmatismo técnico, testimonian el hervor optimista donde tomó forma el edificio. Así como en la bastante reciente cinta La obra del siglo (Carlos M. Quintela, 2015), que remonta semejantes senderos discursivos —y refiere otro proyecto utópico megálicamente frustrado, como la Central Electronuclear de Juraguá—, se emplean añosos videos reporteriles que registran épocas igualmente genésicas.
Asimismo, las imágenes que El proyecto y La obra…, registran en tiempos de triste conclusión y decadencia, hieden a contemplativa distopía, a inmóvil limbo donde los habitantes varados en la escuela esperan la nada. Acurrucados en su propia nada fantasmagórica, donde reiteran una y otra vez las mismas rutinas como espectros de sangre aún caliente.
Fantasmas son ya desde la perspectiva del narrador de Alonso, que por momentos recuerda al melancólico protagonista de La Jetée (Chris Marker, 1962). Está embozado en un futuro inidentificable, y hasta su voz es soslayada, pues se expresa mediante subtítulos mudos, más cercanos, por su función, a los añejos intertítulos de las cintas silentes. Se desdibuja su naturaleza cultural a favor de una identidad proteica. A la vez, se lubrica el diálogo con todos los públicos posibles, para cuyos idiomas siempre podrá adaptarse el idioma de los subtítulos, (re)construyendo a este protagonista a la imagen y semejanza que más gusten y que les haga sentir más seguros. O todo lo contrario: huirán despavoridos ante tan descomunal reto a la imaginación, ante tanta ausencia de cómoda certeza, ante tanta niebla.
En su esfera diegética, el protagonista parece retorcerse, agonizar ante la corrupción de la (su) memoria, marcada por la fragmentación y la dispersión de imágenes tomadas en tiempos remotos, cuya proyección incompleta desde el pasado al futuro puede implicar la perversión de esencias originales, o el reacomodamiento de sus signos en sentidos muy diferentes. Pero la simple criba de la mirada de quien filma ya pervierte lo filmado. Jerarquiza, oblitera, niega, subraya, altera, reduce, deforma. Alonso aprovecha así, con El proyecto, para plantear uno de los grandes dilemas y angustias del creador audiovisual, que es la responsabilidad representacional con lo filmado. Con su inevitable instrumentación y manipulación. Mutilados siempre quedan los fragmentos de vidas filmados. La fatalidad de lo fuera de campo. Solo permanece la certeza íntima de la consecuencia, la honestidad y el talento del realizador, que con cada obra declara un mea culpa creativo y sincero en su dimensión cerebral.