Fragmento de la novela Elizabeth aún juega a las muñecas (Editorial Hurón Azul)
LA MORSA, YESSICA Y EL TÚNEL. 6to PISO
A Yessica las gotas le caen del techo cada vez que llueve. A su mamá le gusta porque el agua le arrulla. Su madre es una morsa que duerme por las mañanas y por las noches construye un túnel, como si fuera un topo. Un topo que no saluda porque no ve.
Lentamente La Morsa se escabulle en la sala y cuenta el dinero de Luisa. Es el que queda para terminar el mes, pero La Morsa lo necesita. Eso, un corte de tela que encuentra en la segunda gaveta del primer cuarto; una saya de Elizabeth y unas tijeras de cortar las uñas de los pies.
Yessica no hace otra cosa que parecerse a su madre La Morsa. Ella quisiera ser rapera o escritora o poeta. Sin embargo, las hijas de morsas tienen primero que preocuparse por cómo cierran la puerta de la calle.
«Dale que llegamos tarde», le dijo La Morsa a Yessica y se pegaron las dos a la pared, una dejó deslizar la mano por la hendija de la puerta para correr el butacón que les sirvió de cerrojo, mientras la otra mantuvo la puerta en pie, no fuera a ser que se saliera de su eje.
Elizabeth salió y las saludó porque no quería perderse el espectáculo de la puerta cerrada a mano. Apenas vio que las dos se alejaban, miró por el hoyo, donde estuvo antes el yale que el ex marido de La Morsa, padre de Yessica, se había llevado.
Miró y vio que los ratones también aprovecharon para deslizarse por el hueco del túnel que la morsa/topo construye por la madrugada.
Las patas de la mesa apuntalan la boca del túnel que sale de la cocina y va en dirección a uno de los cuartos. El túnel no llega al techo. Por la boca no cabría La Morsa. Por ahí es por donde deben subir los maridos que ella dice que tiene y nadie ve.
Elizabeth aprovecha los diez minutos que tiene frente a la puerta de Yessica y La Morsa porque nadie sabe cuánto se demoren en regresar: puede que horas, puede que minutos. Si a nadie se le ha ocurrido botar escombros cerca, irán a la playa y recogerán de la orilla lo que encuentren; sobre todo pedazos de madera vieja que el mar se haya encargado de curtir para que los bichos no le tumben el túnel.
La otra noche uno de los vecinos del cuarto piso subió y se quejó. «Me está fallando la electricidad. ¿Qué están haciendo ustedes aquí?», pero no lo dejaron pasar. Abrieron una hendija y La Morsa bloqueó la entrada mientras el vecino del cuarto piso intentaba averiguar lo que le molestaba dos pisos más abajo. No le sirvió de nada su apariencia de león condecorado. La Morsa es fuerte. Sabe lo que quiere. El dueño del yale también era un león condecorado y ella cuando quiso, se quedó con la guarida del sexto piso.
Inundó el apartamento con el agua que venía del techo (hubo goteras desde el inicio) y como los leones no saben nadar, el dueño del yale tuvo que huir. Por un tiempo veló desde la orilla que La Morsa se descuidara, pero esta solo cuidó de que el agua no bajara el nivel. Se tiró a la orilla y esperó. Yessica le llevaba la comida y miraba de reojo a su padre como pidiendo disculpas porque La Morsa era una morsa y Yessica era solo una Yessica.
Un mes, La Morsa se mantuvo firme. Y se quedó con la costumbre de que Yessica buscara la comida y cocinara porque ella no cabía en el espacio que quedaba de la cocina por el túnel que ella se estaba imaginando que construiría apenas lograra desalojar al león condecorado en guerra, el dueño del yale.
«Yessica, ve a casa de El Jicoteo y pídele un poco de arroz», le decía La Morsa al principio para que Yessica se fuera acostumbrando o para que supiera dónde encontrar la comida.
Yessica prefería las noches para que nadie viera que ella estaba entrando a casa de El Jicoteo los días en que La Jicotea iba de visita a casa de su hermana.
«Con el túnel no tendremos que defendernos de la gotera cuando llueva», fue el pretexto que puso La Morsa cuando solo tenía una idea del túnel; antes de emprender la construcción.
Al principio nadie le creía. Puede que La Morsa se estuviera volviendo loca. Pero cuando empezaron a recoger los escombros de la basura, los vecinos empezaron a preocuparse.
El Jicoteo le daba a Yessica lo que La Jicotea había dado por perdido. Un pedazo de morcilla vieja que llevaba escondida bajo la cama unos días para que La Jicotea no notara su falta repentina de la nevera. Un poco de arroz que El Jicoteo guardaba en el closet. Si Yessica hubiera querido hacer arroz con leche, hubiera bastado no lavar el que El Jicoteo le daba.
«Baboso», era la primera palabra que le salía a Yessica de la boca cuando alguien la saludaba en el edificio y luego el resto: «¿Cómo estás? ¿Bien?» Porque eso sí no se le podía quitar a La Morsa: Yessica tenía una educación envidiable. La Morsa era muy buena madre.
Ese día Yessica estaba recogiendo papeles para empezar a decorar las paredes del túnel cuando descubrió que La Morsa no solo era una morsa, sino que se estaba empezando a quedar dormida dondequiera. Y ese podía ser su salvoconducto.
Invitó a Javier pensando que el túnel caería en desuso, pero en vez de eso, cobró vida.
Javier descubrió que si no empezaban a soldarle cabillas para hacerle una estructura sólida, el túnel no llegaría a ningún lugar. Si lograban terminarlo quizás no tendría que tirarse una vez más al mar e Irina no sufriría más la vergüenza de un hijo fracasado.
Un túnel que llegara a Japón, Suiza o Alemania, por lo menos; que atravesara la Base Naval de Guantánamo, que incluyera rellenar unas planillas para llegar a su nuevo destino lo más legal posible.
La Morsa estuvo dispuesta a olvidar que llamaran a su hija Elizabeth con tal de que Javier le contara cómo hacer su túnel más sólido. «¿Qué hace falta?», fue su única pregunta. Yessica comprendió que empezaba a perder hasta el privilegio de que la llamaran Elizabeth.
(…)
La novela puede ser adquirida (aquí)
María Matienzo Puerto: Narradora y periodista independiente en La Habana desde donde ha trabajado en los sitios independientes Havana Times, Diario de Cuba, Revista Voces, ADNCuba y algo le han publicado en Hypermedia Magazine, Diario de las Américas y en el periódico El Tiempo en Colombia. Publicó una selección de reportajes, Apocalipsis Habana (americans are coming), con la editorial española, Sarmancanda.
Mientras, la Editorial Hurón Azul le ha publicado un par de cuentos en la antología Alamar te amo y una novela, y una novela este mismo año, Elizabeth aun juega a las muñecas. En la revista mexicana, Papeles de la Mancuspia, un cuento; en Otro Lunes, en Alemania, otro cuento; y en Cuba, varios “Mientras recuerdo al Secretario del Partido” en la editorial Abril, entre otros en otras editoriales, además de un ensayo sobre Cuentos Fríos de Virgilio Piñera fragmentado en tres revistas nacionales: Matanzas, El mar y la montaña y El caimán Barbudo.
Actualmente es directora de la colección de literatura infantil PIO TAI de la editorial Hurón Azul y periodista del medio independiente, Cubanet.