Me he dado cuenta de que miento (Collage Habana, 2017) denota el cierre de un ciclo creativo para Ketty Rodríguez Quevedo, y quizás su espectacular iniciación en el circuito artístico cubano. La recién egresada del Instituto Superior de Arte (ISA) se distingue por la factura de altos quilates que ostentan sus lienzos: gran formato, atmósfera medio onírica, cálido efectismo en el paisaje, sibaritismo retiniano, ¡y hasta más de una incursión poética!
Todo ello parece inmejorable. La chica demuestra no andar a ciegas dentro de lo que está en boga. Esta pintura, sin dudas, se incubó en “cuna de oro”, se concertó desde una exquisita antropofagia mediática. Sin embargo, a poco de estar ahí, metidos en su propuesta visual, se comprueba lo que el título advierte con ironía: la chica miente; nos miente a todos y no se esconde para hacerlo, no hay pudor que aparezca a amargar su tierno descaro.
Y digo miente porque ya existe un Alejandro Campins: tan presente aquí y allá que da escalofrío, atemoriza. No hay un solo cuadro en esta soberbia muestra que no lo cite, que no lo ponga por delante, que no padezca febrilmente el “síndrome Campins”. Porque Campins ya es un síndrome, una suerte de pesadilla visual. Ocho de cada diez pintores jóvenes lo padecen. Y solo algunos casos, excepcionales casos, logran rebasar sin secuelas el trauma.
Si hace diez años la crítica se cuestionabala crisis de la pintura en la isla, y de súbito, como si se tratase de un desprendimiento divino, aparece en la escena esa fecunda generación de pintores en la que militaban Michel Pérez (El Pollo), José Eduardo Yaque, Niels Reyes, Alberto Lago, Harold López, Lancelot Alonso, Maikel Domínguez y el propio Campins; ahora mismo, cuando se vislumbra una fuerte tendencia dentro de lo pictórico, nos toca lamentar la presencia de ciertos estereotipos, la existencia de un código visual homogéneo detrás del cual se presiente la sombra de aquellos productores; principalmente, la incontrastable influencia de Campins.
Incluso da pie a un axioma: Hoy todos los jóvenes pintores de la isla, quieren ser Campins. Como ayer, en los dorados años 80, todos los artistas cubanos pretendían ser Joseph Beuys, o su tocayo Kosuth, o el ya mítico Yves Klein.
Campins semeja el punto alfa, el techo que mejor sombra ofrece, la almohada que mejor cobija el sueño, el inmensurable espejo en que todos se reflejan.
Solo hay otra influencia comparable entre los jóvenes: el desenfadado malditismo de Carlos Quintana.
Pero volviendo a Ketty y su pintura, en busca de alguna certeza (¡porque alguna debe haber!), encontramos esos textos pretendidamente poéticos en algunos lienzos, los que al parecer ameritan su fraseo inspirado: un sentido profundo que viene a concretarse en la palabra. Y vuelvo a sospechar. Vuelvo a sentirme timado por esta niña inquieta. ¿No es el texto otro tic nervioso dentro de la pintura cubana actual? ¿No existen ya demasiados poetas frustrados entre nuestros pintores? ¿Insertar palabras en el lienzo buscando cercanías con lo poético, supone para nuestros artistas una pose de profundidad, de exacerbado intelecto?
Así como se distingue entre los literatos la buena de la mala poesía, los críticos de la hora tenemos que arremeter sin vacilaciones contra tanto texto mediocre e impostado que se infiltra hoy en tantos lienzos. De suerte que en el acto de enjuiciar, tendríamos que vérnosla ya con dos dimensiones de la pieza: la visual y la textual (¿No que toda obra ya es en sí, un texto? ¿Para qué endilgarle más texto a la cosa? Me temo que funcionaría si lo escrito tuviera el carácter de paratexto. Pero no hay tantos Genette entre nosotros.). En fin, que del dicho al hecho nos separa un horrible texto, un texto pretencioso y cursilón, suscrito por Ketty en uno de sus peores días (me imagino), cuando no le salía el pincelazo y se encontraba de capa caída.
Pero no le robo más el show a la pobre Ketty, traumada como está. Quizás ni es tan culpable ella, ni soy tan condescendiente yo. Probablemente se deba a esta época, a estos tiempos donde mantenerse a flote –como el más gordo de los peces– supone comerse la misma papilla, ingerir el mismísimo plancton. Siendo así, me disculpo con Ketty y su palimpsesto (¡y dale con Genette!), que tiene más la verdad de su época que la mentira propia. “Incluso para mentir, se impone ser elegante”, comentó en algún momento el cínico Duchamp. Me disculpo que no la perdono. Usualmente disculpamos a los que como Ketty Rodríguez Quevedo nos engañan (¡eso creen ellos!) con sus mentiras piadosas.