Ya van cuatro ediciones de Post it. Cuatro ocasiones en que se descorre el telón de un escenario, cuyo interés, según parece, reside en soportar cuanto aparezca bajo el rótulo de artes visuales. No importa de qué se trate –al menos, en lo formal. Da lo mismo que sea pintura de feria o fotografía de souvenir. El jurado, más que condescendiente, parece elástico. Está siempre dispuesto a echar una mano; a poner entre comillas un par de nombres que, a la vuelta de la esquina, en un par de meses, ya nadie recuerda. Algo penoso.
Hace algún tiempo escribí un texto en el cual descartaba a Post it como un posible termómetro de la producción simbólica que despliegan nuestros artistas más jóvenes. Entonces sostenía que aquella muestra de carácter anual, marcada, además –o en principio–, por un interés comercial, no podía ser tomada muy en serio al momento de calibrar las pautas estéticas y los discursos que maneja la generación emergente. Ese empeño demanda tiempo, un estrés reflexivo que Post it ni siquiera alcanza a rozar.
Sobre todo, me interesaba esclarecer que el carácter formalista que privilegia este challenge –hasta ahora, todos sus ganadores tienden a la factura formal como justificación estética– no era extensible a un interés generacional, ni tampoco esa aparente despolitización del arte que pretende hacerse eco de un arquetipo que le ha impuesto la propia crítica a la producción visual de la última década.
Eso creía cuando Post it todavía rezumaba algo de cautela. Sin embargo, todas esas palabras ahora se me vienen encima, me amenazan, conspiran en mi contra. Post it –ya no lo dudo– supone al día de hoy la declaración de principios de un alarmante número de jóvenes; figura como el evento que todos esperan cada año para disparar y probar fortuna. De manera que va siendo hora de una revisión detenida, toda vez que no es muy consolador lo que se observa, el saldo que ha venido dejando en su corto recorrido ese mecano institucional.
Si algo anda mal con Post it tiene que ver, sobre todo, con la producción que reúne cada año. Puede que el jurado, movido por una azarosa e inexplicable virtud para errar, tenga demasiada culpa, una influyente complicidad con el desastre. Pero la última palabra viene dicha por la calidad estética que se da cita en el evento, y esta no depende de nadie más allá de los propios artistas.
Según se sabe, cada año se presenta poco más de un centenar de artistas, de los cuales quedan regularmente la mitad. El conjunto de obras que llega a las galerías, viene con la aprobación de un jurado que a veces deja la impresión de estar presionado a llenar paredes. En este punto, cabe cuestionarse cuán mal andamos, cuánta hojarasca nos llena la mirada y terminamos consintiendo, con tal de no parecer obtusos, pesimistas. O, de otra manera, preguntarse qué turbios intereses se mueven sobre el buró durante el proceso de selección.
Es una actitud arraigada, un hábito recurrente entre nosotros, el culpar a esta época y al sistema quebrado bajo el cual las cosas prosiguen funcionando. Al hacer esto endilgamos cualquier cantidad de causas, unas veces ciertas, otras un poco exageradas, sin tener la verdadera intención de corregir la apatía y el ablandamiento que afecta la sensibilidad local. Al cabo, según el consenso crítico, resulta que el daño está en el rizoma, que no hay posibilidad de rescate donde se pone al uso el “vale todo”, y es mejor resignarse a ese páramo donde habita un grupúsculo de artistas haciendo algo verdaderamente serio. Páramo que, por cierto, ahora viene a replegarse en la movida privada, alternativa. El virus, desde esta óptica, parece genético. Es el mal du siècle que nos conviene.
Tal vez tengan razón todos esos relatos de la crisis, pero aun así sospecho. Me huelen a comodidad. A despecho. A sitio común.
Post it, aunque en menor medida, también ha detentado propuestas certeras. Me vienen a la mente Rafael Villares, Reinier Queer, Rodney Batista, Luis Manuel Otero, Víctor Piverno, entre otros casos. Todos esos nombres se han asomado a Post it y han hecho valer el sentido que en buena ley debería impulsar dicho certamen. En años anteriores, por momentos, tuve la impresión de estar visualizando un torneo acaso más genuino, donde se vertía lo mejor del segmento en ascenso dentro del arte hecho en Cuba. En cada galería podía constatarse alguna que otra pieza atractiva –sin que llegara a ser la norma–, movida por algo más que una apariencia complaciente y efectista.
No obstante, según parece, para la gran mayoría de los jóvenes, Post it es una experiencia que no debe repetirse. Un prejuicio raro se levanta en cuanto a reincidir en sus predios. Es un poco como esa primera novia, llena de acné y prejuicios, que recordamos con algo de nostalgia, pero a la que no deseamos volver a ver. Es un pecado de juventud. Inmediatamente pasa al olvido, a un oscuro desván.
En esta ocasión quedó elevado al paroxismo el ablandamiento estético y el mal gusto en sentido general. La mayor parte de las piezas desembocan en los mismos vicios; en la misma falta de profundidad, la embriaguez formal, la cita burda y el masaje retiniano. Se echa de menos el drama, la fricción del grupo. No hay conflicto aparente. Se respira, en cambio, una descomunal rigidez, un aire monástico insoportable. Se trata, para decirlo claro, de una nueva tiranía del lienzo (como si ya no bastara con tantos siglos de pintura).
Luego de digerir las tres exposiciones me preguntaba: Después de todo, ¿quiénes descansan detrás de ese abrevadero de piezas tan calcadas, tan superfluas en sus formas? ¿De qué se nutren los jóvenes artistas cubanos? ¿Cuáles son los referentes de la última hora? ¿Es esa la voz de nuestro segmento artístico en ascenso? ¿Esa toda su intensidad? ¿Dónde quedó el desacato, la típica rebeldía inherente a la edad?
Ocurre que las nóminas de artistas que desde hace tiempo exhibe Post it pertenecen a otra sensibilidad, a otro tiempo de gestación. La diferencia epocal parece obvia: en contraste a la denominada Generación Cero, esa que surge de la mano del nuevo milenio en la isla, la misma que frecuentaba la sediciosa Cátedra Arte de Conducta a darse terapia sicoanalítica –el ISA era como Gotham City, y Luis Gómez el héroe que aquella ciudad no necesitaba–, esta nueva promoción, que pudiera interpretarse como una distensión de aquella, no parece sentirse abrumada por el peso de lo tradicional, ni siente el impulso de incidir, de poner un énfasis en su tiempo. Por el contrario, el paradigma en que descansan las aspiraciones profesionales de estos jóvenes, responde a un algoritmo simple en que se conjugan el paternalismo institucional, la anuencia política y la inyección monetaria por vía del contrabando subterráneo en los estudios-talleres (nadie sospecha las cosas que allí se cocinan).
En la concreta, este resultó ser el año del confeti. Post it nos muestra su rostro más artesanal, más depuradamente rococó. Hay por allí algunos casos de mesura que, sin embargo, terminaran hundiéndose en el mismo navío estrafalario. Pienso en Lancelot Alonso, consagrado desde hace tiempo a una estética pictórica que evade las modas del patio, y, además –algo raro–, es uno de los pocos pintores jóvenes que no almacena en el escritorio de su laptop el dosier de Alejandro Campins; Ranfis Suárez, un lobo estepario domesticado, en piel de oveja, que no desecha oportunidades para insuflar su descarga pornopolítica; Maikel Sotomayor, tal vez el mejor pintor que haya aplicado este año, con un buen lienzo maltratado por el desatino curatorial.
Lo demás puede olvidarse. Puede quedar sepultado en cualquier almacén del puerto.
Recuerdo que después de Post it guardé silencio toda una noche y el día siguiente. Pretendía asumirlo con mente fría. Había otras cosas de que preocuparse: un huracán, por ejemplo.
Una palabra, en cambio, persistía en mi mente. La paladeaba en silencio, una y otra vez. Cuando alguien cercano –artista para colmo– llamó a mi celular para tener mi impresión, no pude más que espetársela: Cuarentena. Del otro lado no hubo respuesta. Como es costumbre por aquí.