Habana in media res

Habana in media res

 

…hermosa Habana,

 lindo es tu Prado, lindas son tus calles, bello es tu mar.

Los Zafiros

Casi en efecto dominó han ido cayendo los más renombrados consorcios privados, de esta nueva época postconservadora que vive la Habana. Una Habana revivida a medias, emergiendo de nueva cuenta bajo el mismo avejentado maquillaje colonial, descolorido y agrietado el cutis urbano, tan complaciente con el fetiche que persigue, cámara en mano, el típico vouyeur extranjero. La Habana que ahora intenta recuperarse de al menos cincuenta años de doping político y blackout mediático. La “post” Habana.

Pareciera que, repentinamente, el estado ha decidido arremeter contra el empoderamiento de los nuevos ricos propietarios que desandan, con no poca cautela, la alfombra roja de esa especie de “purgatorio fiscal” que es la actual sociedad cubana. La barrida inesperada que ha puesto a dudar a todos, dicta un inesperado repliegue estatal, una alerta roja que pone en jaque y mantiene en un cerco vigilado, a la comunidad emprendedora que ha emergido en el último quinquenio dentro del país.

Si algo está fuera de discusión es la capacidad de desdoble y el probado histrionismo de esta ciudad. Así, lo que antes fuera una casa decadente, tomada por la humedad y el moho, hoy es un bar suntuoso, de glamour primermundista, donde consumir y estar en el estándar social, implica asumir un gasto desmesurado. Allí las cifras semejan la bolsa en Wall Street: lo nacional tiende a triplicarse, y los placeres importados (Johnnie Walker, Chivas Regal, Jack Daniels, et al.) se convierten en un rito esnobista, practicado por gente innombrable que casi siempre responde a un alias.

Un descampado vedadense, a punto de borrarse de la trama urbana, deviene night club del star system cubano, esa farándula variopinta que ahora elude el tedio estatal –dado que casi todos los ídolos urbanos han emigrado “amistosamente” a Miami– y se refugia en la competencia privada.

Una azotea, no menos golpeada por el tiempo, de pronto queda invadida por disímiles tarecos reciclados de los sitios más peregrinos, en lo que aspira a ser una escenografía improvisada entre lo povera y lo underground.  A esto se suma la vital presencia de un elevador octogenario, en el cual se solaza esa fauna cosmopolita hablando en el idioma del mundo, articulada a partir de un ritmo democrático, de un sonido de vanguardia que encierra un mensaje de tolerancia. Al interior, un baño doméstico naturaliza lo insólito: una familia sacrifica su intimidad, se expone sin pudor al trasiego caótico de los visitantes.

En dicha azotea se alcanza otro ángulo de la ciudad. Digo, es la misma ciudadela barroca, retorcidamente seductora. Pero descubres que, entre tanta jerga dispersa, en medio de ese ritmo espontáneo, ya no te sabe igual. Y, de hecho, no sabe igual. Porque al buscar el Capitolio notas que ha desaparecido; como tampoco están la Catedral, La Bodeguita del Medio, el Floridita, el Morro, el Malecón, las pancartas oficiales… Semeja el correlato, la experiencia física de la mejor literatura que hoy se escribe desde/sobre la isla.

La Habana desde allí parece otra. O al menos se puede imaginar de otra manera. Quizá por ello en el bar Roma los tragos más ordinarios te hacen capitular, provocan que odies esa ciudad perfilada por los medios al servicio del poder. Blasfemas esa imagen ya torturante, las viñetas de toda la vida, mientras deseas que La Habana sea así para siempre, no mejor ni peor, exactamente como la ves en ese instante (el nombre del bar, ya es de por sí bastante enigmático. ¿Acaso es La Habana que, al desaparecer en esa perfecta mascarada, termina por parecerse demasiado a esa capital de muchos siglos? ¿O que todos los caminos, desde allí, conducen a ambas ciudades, fundidas en un mismo paisaje?). Aunque el bolsillo no soporte por mucho tiempo la exigente barra del Roma.

Un único detalle, si se quiere demasiado expreso y connotativo, aparece en ese oasis chill out a recordarnos que todavía seguimos aquí, que no hemos partido hacia ningún lugar más allá de la propia imaginación: un lienzo con la perfecta imagen de un caballo (Sthendal alguna vez dijo: “Aquel que escriba corcel, en vez de caballo, es un tremendo hipócrita”).

La bestia se exhibe con cierto donaire, casi de perfil, y en el ojo que le queda visible, se advierte una sutil intervención: a través de un pequeño cuadrado se insinúa el movimiento nervioso de una pupila inconfundible entre miles. Conjeturas. Risa cómplice. Analogía simple.

El voyeur que nos observa sin descanso es una especie de “Big Brother”. Sonreímos porque nos parece tonto el gesto, su mirada incisiva y fisgona. Pero al cabo, sabemos que de eso se ha tratado siempre: jamás hemos estado solos, actuando por nuestra cuenta; nunca hemos tenido suficiente intimidad. La vigilancia ha sido el método más eficaz de control en cualquier régimen.

Una serie de disparos luminosos nos sorprende desde alguna parte. De momento la oscuridad no deja ver más allá de un par de manos inquietas, manipulando una cámara fotográfica. Pronto se nos descubre el rostro de un paparazzi (¿los hay en Cuba?) que no parece de aquí, sus rasgos delatan cierto aire europeo. El tipo sonríe y prosigue accionando el obturador. Luego se escabulle entre la gente, supongo que a buscar más instantáneas.

Pienso en esa notable película, Memento (Christopher Nolan, 2000), en la que un hombre saca polaroids constantemente, a cada minuto. Su habitación es un almacén lleno de esas. Están por todas partes. Las observa cada cierto tiempo, con obsesión, y lee también el reverso. Entonces recuerda. Se libera del síndrome amnésico que le arruina la vida.

El joven que hace fotos aquí en el bar, quizás intenta liberarnos, en silencio, de la amnesia colectiva que sobreviene a nosotros cada cierto tiempo. El testimonio de las transiciones de estos últimos años, no obedece mejor a otro soporte que a la fotografía. La “Nueva Revolución”, alejada de lo épico, señala el reencuentro de un país con su imagen pop. La Habana, otra vez, se desdobla en plató de la Historia reciente.

De todo eso nos hace cómplice De la Reforma a la Contrarreforma (Leandro Feal, 2016), un relato visual exquisito que nos devuelve a una Habana cosmopolita, plagada de otra iconocidad que eclipsa al caudillo –protagonista de la épica y el imaginario cultural sesentino–  y entroniza, en cambio, a celebrities como Karl Lagerfeld, David Zwinner, Beyonce Knowles, Jay-Z, Usher, Rihanna, Madonna, Mick Jagger, et al. Es este el estilo inconfundible que asume La Habana desde hace ya unos años.

Me pregunto si Leandro Feal tendrá también, como parte de su bitácora creativa, testimonios de bares como “Las Piedras” y “Bola Habana”, o de un restaurante como “El Litoral”, todos ellos bunkers de lo privado, sacados de circulación, en el último año, bajo extrañas circunstancias.

¿Qué saldo dejarían las imágenes de esa otra farándula nocturna, con otros ritos y costumbres, más agresiva y filibustera, menos sensata y más sensacionalista? ¿Tendrían el mismo atractivo estético las fotos del joven Feal tomadas desde esos espacios, manchadas por la orgía populista y su barroquismo del mal gusto? ¿Será posible rastrear “lo artístico”, allí donde las “buenas conciencias” se trastocan por medio de una gestualidad maquiavélica, hija de la necesidad y compinche del pragmatismo?

Como sea, ahora nos tocará olvidar esos consorcios, tal y como sucede con todas las cosas aquí. Y digo olvidar de manera estricta. Sepultarlos en un recoveco inasible de la memoria. Ahí donde van a parar los restos enfermos del sistema: la Causa no. 1 (1989) del general Arnaldo Ochoa, Proyecto Varela, la Primavera Negra, Generación Y, Carlos Lage…

No sabemos recordar algo que ya no sea un sitio común. Siempre repasamos, casi vulgarmente, los mismos eventos: años 60, PM, Palabra a los intelectuales, Paradiso, Memorias del subdesarrollo, Caso Padilla, Zafra del 70, el Quinquenio gris, Reinaldo Arenas, Mariel, Volumen Uno, Gorbachov, Angola, Castillo de la Fuerza, el Muro de Berlín, Período Especial, La regata, Maleconazo, Fresa y Chocolate

Nuestra memoria, en cambio, se apaga en los crudos 90. Justo ahí se resetea.

¿Qué irá a quedarnos, después de todo, de esta época?

Antes de ponernos a prefigurar una respuesta, el destino que posiblemente nos aguarda, valdría mirar atrás y encontrar en las ruinas del tiempo superado, algunas razones traídas hasta hoy. Puestos ahí, ¿qué nos queda, entonces, de los años 60, 70, 80 o 90, ahora mismo? Quizá dos cosas: el fatum trágico y el discurso de la promesa.

Esta época, surtidora de símbolos igual que las demás, trascenderá como nuestra adolescencia mediática. Todo lo que se conserve tendrá ese tono ingenuo y frívolo, propio de la altivez.

Cuando pensábamos irrepetible un hito como el del Buena Vista Social Club, comandado hacia el estrellato por Ry Cooder, apareció un dueto urbano, Gente de Zona, a contagiar los medios con un par de rimas simplonas y chovinistas, que llegaron a remolcar toda clase de premios internacionales, y otros tantos millones de copias vendidas. Alexander Delgado y Randy Malcom, pese a no tener la anuencia de varios académicos resentidos, han entrado por la puerta ancha en el santuario de la música cubana.

Cuando dábamos por sentado que todo extranjero nos reconocía primero por la “Guantanamera” (Joseíto Fernández) y el “Chan Chan” (Francisco Repilado), sucedió que un reguetón se hizo eco en el mundo, a guisa de himno nacional del cual no nos despojaremos “¡Hasta que se seque el Malecón!”

Si teníamos la década del 90 como un pantano moral, atravesado por el paroxismo jinetero[1] –que, por cierto, contamina todos los sectores de la vida pública–, ahora, en el año 2017, resulta que la jinetera es una groupie demasiado culta, a punto de licenciarse en la colina universitaria, y la que no, pues milita en algún cursillo gastronómico, estudia inglés y francés de forma particular, y es delegada de su circunscripción.

Así las cosas, creo que nunca, como ahora, marchamos a sabiendas de quienes somos, de nuestros límites en tanto sociedad, fuera de toda doctrina homogénea. La isla despierta a su verdad, esa que ha sido advertida, más de una vez, por la poca aristocracia intelectual que hemos tenido, desde Jorge Mañach hasta Duanel Díaz, pasando por Lezama Lima, Vitier, Raymundo Lazo, Antonio José Ponte, Rafael Rojas e Iván de la Nuez. Se despoja, al fin, del encantamiento político y la idiosincrasia de terciopelo. Comienza a pensar en sí misma desde el proyecto individual, y termina por travestirse en muchos rostros. La isla, ahora mismo, es más lyotardiana que paramarxista.

Cuando a finales de 1960[2], los cineastas Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez-Leal se internaron en la bohemia y el júbilo nocturno habanero, a captar de la forma más diáfana posible el seductor encanto de una sociedad “revolucionada” en ciernes, lejos estaban de imaginar que todo ese frenesí estaba a punto de fenecer, que La Habana se ahogaría en el silencio y la perpetua oscuridad de sus calles principales, que perdería para siempre esa divina coloratura.

Ya en 1965, cuando el bizarro escritor cubano Guillermo Cabrera Infante regresa de Bruselas, se torna evidente el cambio, la falacia de una ciudad inmersa de a lleno en menesteres que desterraban el baile, la música y todo lo que implicase la agitación urbana. Sobre esto, años más tarde, escribe Cain en su autobiografía Mapa dibujado por un espía (1983). Aunque en realidad La Habana termina apagándose de forma radical hacia 1968, con la Ofensiva Revolucionaria.

De esa primera época que bien describe PM (1961), no quedaron sino tristes vestigios, espacios resemantizados en la trama urbana cuando no clausurados para siempre. Si tenemos alguna idea de aquella Habana presoviética, pues se debe a los sucesivos registros de autores como Sabá, Orlando, Néstor Almendros y Guillén Landrián, que se dieron a testimoniar lo que sucedía más allá del podio político. He aquí que podemos trazar una perfecta analogía entre la creación de estos cineastas experimentales y Leandro Feal.

El modus operandi es casi el mismo, solo cambia el soporte en que se registra. Ambos ensayos se concentran en el plasma de lo real y cristalizan sin afeites el carácter de un momento, la gestualidad social desinhibida de la doctrina “políticamente correcta”.

Sabemos que solo el tiempo es capaz de establecer jerarquías estéticas y ubicar cada cosa en su sitio. Así, podemos decir que los años 60 se parecen mucho más a ese cortometraje documental –polemizado hasta el tuétano por una causa todavía difusa– de Sabá y Orlando, que a todo el compendio visual que le prodiga Santiago Álvarez a la Revolución. Asimismo esta época, aún en vías de cristalizar en algo concreto, se refleja con mayor franqueza en el lente sensible, en esa suerte de “ojo público” –el curador Abel González sitúa con acierto esta expresión– que todo lo capta de Leandro Feal, que en la fotografía cubana emergente, no escasa de talento, repertorios y rigor conceptual.

Se insinúa en distintos registros el “deshielo”, como síntoma de la vida social y cultural que emerge por estos tiempos en Cuba. Sin embargo, no sabemos hacia dónde se dirige ni que tiempo durará este tránsito, distendido en este último lustro. De momento ya comienzan a advertirse ciertas contracciones que atenúan el ritmo de apertura y sofocan los intentos de reproducción en el sector privado.

De cualquier manera esta época ascenderá hasta donde el sistema se lo permita. Porque no cabe duda que en la isla, todo lo que acontece supone un acto de tolerancia del poder político. Cuando arribemos al cénit de este momento viral, no estaremos conscientes de ello. Empero, imagino que habrá una señal definitiva: sentiremos apagarse lentamente, detrás nuestro, los focos de un túnel de doble salida: la de retorno o la de evidente superación de esta pesadilla ideológica.

 

 

 

 

[1] No es gratuito que el crítico Osvaldo Sánchez bautice a la generación artística noventiana como “La Generación Jineta”.

[2] Cabrera Infante confiesa en una entrevista que el documental PM fue filmado algunos meses antes de su estreno, es decir, a finales de 1960. De modo que el poder se había insultado muy ingenuamente, creyendo que era ese el testimonio subversivo de una ciudad ebria, desentendida del fusil y la trinchera cuando parecía inminente el ataque imperialista.

Jorge Peré

Crítico de arte. Licenciado en Historia del arte en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana. Textos suyos han sido publicados en diversas revistas especializadas y blogs digitales como Noticias de Artecubano, Hazlink, Señor Corchea, Artcrónica, inCUBAdora y Avistamientos.