Procesando información: la banda sonora de la Revolución Cubana, Martí y unas frituras de yuca

Procesando información: la banda sonora de la Revolución Cubana, Martí y unas frituras de yuca

Nunca pensé encontrarme con la música de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Sara González animando las noches bohemias de un bar en Quito. La banda sonora de la Revolución Cubana, la música tan trillada y repetida tantas y tantas veces en las concentraciones de la plaza, en los Primeros de Mayo, o en las tribunas antimperialistas. Asistí, en más de una ocasión a esas concentraciones, me comí con desespero el pan con mortadela y queso. Me presté para el juego, aún sabiéndolo. Estuve en cuerpo, y el cuerpo fue alimentado con los bocadillos que le daban a los que asistían a dicho juego. Me divertí en realidad, no tenía conciencia de la carga que todos llevamos dentro.

No se trata de las maletas adicionales, o las maletas con sobrepeso, de las que hablan las autoridades aduaneras. Se trata de algo en el estómago, de punzadas, un escalofrío que se siente y se repite cuando tú le escribes a un amigo, o a una pareja, y estos no te contestan, leen tus mensajes pero no te escriben o te dejan para luego. Ya no eres prioridad, el país te aparta.

Entonces las punzadas, el escalofrío es más fuerte. He amado a lo que me destruye. Solo así he podido construirme, reconstruime, levantarme en algún lugar, aún sabiendo que ese lugar es el mismísimo sitio donde se origina el dolor de estómago. Desde el fondo de todo.

La música sonaba, los poetas quiteños bebían ron, vodka, estaban felices pero sin moverse. (No bailaban). Me doy cuenta que un cubano que no baila es ya sospechoso, desconfían de él, de su nacionalidad. Todos me lanzaban la misma aseveración -tú debes bailar muy bien-, mirándome perversamente. Y mi respuesta, para su decepción, negativa.

No sé moverme con destreza, con sensualidad, en mí no está esa habilidad, de moverme bien.

-Entonces no eres tan cubano.

(Todos me dicen lo mismo).

Es como si me dijeran ahora, a los 39 años de edad, tus padres no son tus padres. Pero, ¿de dónde salí? ¿Quién me engendró? Puse en duda mi amor por mi supuesto suelo patrio, y digo supuesto a sabiendas de que para la gran mayoría no soy cubano. Me puse en duda a mí mismo. Una semana antes, una amiga radicada en Chile me decía que yo tenía algo que asustaba. ¿Qué hay en mí? ¿De qué estoy hecho? ¿Cuál es mi verdadera nacionalidad?

Nunca pensé encontrarme a tantos jóvenes con la imagen del Che en sus camisetas. Que me hablaran de Fidel, de la Revolución. Sabían de los fracasos de la Revolución, la revuelta, el revoltillo. Pero aún así, insistían en encontrar el lado bueno. Yo los escuchaba poniendo mi mirada parca sin expresión. Lo más neutro posible. En dos o tres ocasiones acudí al cinismo para tratar a un par de poetas jóvenes, pero de un modo imperceptible, para que no se percataran de mi desprecio al oírlos hablar. El fantasma del comunismo me perseguía aún fuera de Cuba.

Terminada su exposición, me preguntaron qué opinión tenía de lo que ellos habían expuesto. No quise hablar, ellos insistieron en que querían oír mi opinión. Dije lo que pensaba; el pensar de muchos de los cubanos de dentro, o fuera de la isla. Vi cómo sus rostros se encogían lentamente. Sentí cómo la Cuba socialista es útil para muchos en Latinoamérica, que insisten en soñar con el paradigma de igualdad social que a todos en algún momento nos fascinó. Sentí que Cuba es un símbolo vacío, sin carga, como llaman algunos babalaos a las ofrendas a las que no se les ha hecho el sacrificio. Pero como todo símbolo, es más misterio que realidad. En muchas ocasiones, un símbolo es mucho más verdadero que la propia verdad. Y más si esa verdad desmiente, desmorona los ideales, las convicciones de un grupo de personas. Entonces esos individuos se quedan desnudos, despojados de su cobija ideológica. Cuba es un traje agujereado que toman como ejemplo de igualdad social. Basta con recordar la frase de nuestro más ilustre héroe, José Martí: “Cuando un pueblo emigra, sus gobernantes sobran”.

***

Alguien me exige que este texto no tiene ni pie ni cabeza. Y me pregunto: cabeza, razón, sensatez, no tiene, pies para andar tampoco. Hace años el país está varado, inmóvil, no avanza, da vueltas en círculos sobre sí mismo.

Pienso en las tantas veces que le he dicho a mi amigo de New York -quien visita la isla cada año, quien ama a Cuba, a su gente-, de ir la casa natal de José Martí; y siempre, en su apretada agenda hay otras prioridades, Varadero, el Malecón, conquistar una morena. Yo sé que en esos atractivos también está el país. Pero cada vez me percato que estoy más solo tratando de enseñarles a los demás otro país, mi país, un país que a casi nadie le interesa conocer.

Las fotos en blanco y negro de los mambises. La música de Sindo Garay. El retazo de tela del vestido de mi mamá cuando cumplió 15, esa tela fue comprada en la Florida, Miami, en una tarde, bastaron alrededor de cuatro horas para ir a los EUA y regresar ya de noche en el último vuelo. Recuerdo la madrugada, yo pasaba por frente a la estación central de ferrocarriles en La Habana. Allí, en una esquina, un grupo de mendigos estaban acurrucados, tapándose con cartones, protegiéndose del frío. Detrás del bulto humano estaba la estatua en bronce de Martí, quise creer que los protegía. El busto estaba en una subida, mirando la escena miserable y humana. Los miraba a todos sin ninguna señal de compasión.

Se me quedaron tantas cosas por hacer. Dos cartografías: una consistía en un inventario de los edificios coloniales que se habían construido en la época en que el adolescente Martí estaba en el presidio, en los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro, cuando apenas tenía 17 años. Mi idea me desvelaba por las noches; encontrar los edificios, caminos, que contuvieran las piedras que sacó el más grande de todos los cubanos. Demostrar que no sólo construyó el país en ideas, sino en físico, con su esfuerzo, con sus magulladuras en las manos. De esa época es mi poema que aún se mantiene inédito: “Maestro de obra”.

Quise hablar de todo esto con mis amigos que aman el país, su gente, la ciudad, quise, he querido contarles de mi abandono, en la ausencia de las palabras también está el amor. Pero es difícil hablar de todo esto con alguien. Saber que el país está en la nata recogida por mí madre de leche recién hervida para hacer mantequilla. O cuando zurcimos las medias, aún no teniendo necesidad, pero seguimos, seguimos arrastrando la carencia de algo. Porque alargamos el acto de echar lo defectuosos a la basura.

Me quedé sin hacer el performance Muertos por la Habana. Una ruta mortuoria dentro de una ciudad que ha matado a más de una decena de familias, y a otros tantos los ha dejado mutilados. Poner una placa en los lugares donde los edificios se han desplomado, quedando sepultados por unos cuantos metros de escombros sus habitantes, sus fallecidos, los muertos por la Habana.

No he vuelto a probar las frituras de yuca rallada, frituras que comí en el trayecto de Santiago de Cuba a Guantánamo, cuando la camioneta paró en Songo la Maya. Una señora negra regordeta vendía fritura de yuca, vertía una masa blanca condimentada en un caldero de aluminio casi lleno de la manteca negra refrita de cerdos (puerco). No he vuelto a probar semejante manjar, no he comido esas frituras en otra ocasión. Me da miedo hacer esas frituras, mancillar ese recuerdo, ese sabor que posiblemente nunca más vuelva a probar.

Tuve emociones encontradas al ver las imágenes de Martí manchadas de pintura roja, simulando estar ensangrentadas. Un grupo de opositores en La Habana tuvieron la iniciativa de hacer esa acción. Tuve que procesar esa idea, me costó asimilar, justificar ese acto vandálico a favor de la denuncia del reclamo social. Yo lejos, en Quito, de noche vi la noticia, las imágenes, las fotos de los bustos de Martí chorreando pintura roja, ensangrentados. Esperé, asimilé la información, tomé un poco de tempera roja y le di unos brochazos a la postal del Martí que tengo junto a mis libros. Esa postal me la encontré en un día lluvioso por los corredores del palacio de los Capitanes Generales, cuando salía de mis labores de restauración. No pude ver entre mis manos la imagen del héroe nacional con esa pintura roja, ensangrentado. No pude soportar que la cartulina donde está la imagen de la postal se estaba reblandeciendo. Retiré la pintura, planché por detrás mi tesoro encontrado en un antiguo patio colonial. Me senté a conversar con la postal, ¿cómo pude llegar a hacerte eso, cómo pude, cómo pude?

Yanier H. Palao

Yanier H. Palao (Holguín, Cuba, 1981) Restaurador y artista de la plástica. Ha publicado los poemarios: "Sombras del solo" (Ediciones Holguín, 2005), "Peces en bolsas de nylon", (Ediciones Ávila, 2009), "Música de fondo" (Ediciones La Luz, 2010), entre otros. Recibió el "Premio Calendario" en Poesía en 2012. Es coautor, junto a Luis Yuseff, de la selección "La Isla en versos: cien jóvenes poetas cubanos" (Ediciones La Luz, 2010). Recibió la beca de creación literaria que otorga el proyecto "Torre de Letras", que dirige la escritora Reyna María Rodríguez, 2016. En el 2018 publicó por Letras Cubanas "Óxido". Pertenece al grupo literario Pluma Andina. Sus escritos aparecen en varias revistas electrónicas.