Abres un libro
y el estiércol te salta hoja a hoja.
Lejos quedaron las lilas en el huerto!
Bet seller es la mierda.
Ana Maria Isa
Quito: la carita de dios, La capital más antigua de Suraméricana aunque para ser exacto se debiera decir de centro-América, ‘centro del mundo’, lugar por donde pasa la línea equinoccial que divide, parte en dos los hemisferios arriba, abajo, norte, sur. Quito, edén de maravillas. El alma del mundo. Luz de América. Urbe situada, acomodada, enquistada a la altura de 2 850 metros sobre el nivel del mar. Primera ciudad, junto a Cracovia en Polonia, en ser declarada por la UNESCO “Patrimonio cultural de la humanidad”. El 8 de septiembre de 1978.
Al descender por primera vez, uno no se percata de que va a aterrizar en una ciudad. ¿Dónde están los edificios, las imágenes que vi en diapositivas, las cúpulas, las empinadas calles, los comerciantes informales con sus bultos tras sus espaldas, los hombres y mujeres de rostros arrugados, de estatura baja y mirada recelosa?
Por la megafonía, una voz demasiado dulce: “En diez minutos llegamos a San Francisco de Quito”. A mi lado, la señora que hizo el viaje en mi compañía de nuevo ríe mirándome. Intentó hablarme, no le di mucha importancia. Me concentré todo el viaje en las nubes, en el azul de un cielo a veces despejado, y otros por completo de tempestad. En las ríspidas cumbres de los volcanes, los picos de las montañas nevadas de los Andes. Eso es lo que da la bienvenida visualmente a la ciudad de Quito: hielo, rocas, nubes, azul, blanco, gris.
¿Una ciudad es capaz de tragarse a un país? La primera vez que oí hablar de Quito fue en una convención sobre ciudades patrimoniales en La Habana. La especialista impartía una conferencia, hablaba con una emoción contenida, como solo la inteligencia puede hacerlo. Era una mujer alta, de cabellos cortos, sin pintura en los labios, ni en las uñas, lucía sus canas. Hablaba de los primeros habitantes de está ciudad, de la geografía que tuvo que ser transformada, en función de una calle, plaza, o convento. Al terminar la exposición, todos aplaudimos no solo sus brillantes palabras, aplaudimos también a la ciudad de Quito: ese proyecto de urbanismo utópico en un terreno nada favorable para la construcción.
Pensé: ¿cuánto de empeño hay en la construcción, en la testarudez de insistir, en rellenar unas quebradas para hacer una calle, levantar un muro, fundir los cimientos, hasta llegar a un nivel, y ahí empezar? Pensé en los tantos rellenos que tengo, en las múltiples falencias que intento arreglar con palabras.
El avión descendía ya más cerca a tierra, vi las gotas proyectándose con violencia contra los cristales de las ventanillas. Vi los arboles de un verde tierno, la niebla, humo dificultando la conformación de las imágenes. Vi las grandes casas de techos de dos aguas, casas dispersas, solitarias, como las que se presentan en las películas de terror. Me imaginé sentado tomándome un café bien caliente, frente a los grandes paños de cristales, por donde seguro el agua rueda imposibilitando ver. Como sé, es imposible ver a través de las palabras, aun cuando trato de explicar cada una de mis pasiones. Pero es esa incapacidad que tienen las palabras para trasmitir mis días lo que me lleva a la escritura.
En los techos de esas grandes mansiones de las afueras de Quito se observa claraboyas, tejas traslúcidas que permiten la entrada de la luz.
La primera vez que vi un mapa de esta ciudad dije sin ningún recelo: es una ciudad vaginal, útero, ranura entre dos cordilleras. Los conjuntos de montañas funcionan como los labios externos del órgano sexual femenino, y justo en la ranura, en lo que llaman el callejón interandino, allí la urbe se extiende. En la mitad de ese trayecto se nos presenta la loma del Panecillo: esta elevación sin duda es el clítoris.
Pese al parecido físico que le encuentro a la ciudad con una vulva, en ella las mujeres son matadas, desmembradas.
La primera vez que me acerqué a un muro donde anunciaban las desapariciones de chicas, creí que se trataba de una serie de conciertos de incipientes estrellas de música pop. Trato de entender, y no salgo de eso, de un intento, del pacto que irremediablemente se termina firmando.
He amado a una ciudad, estoy seguro que podría amar a otra. Las ciudades quieren con desprecio. Amar a una urbe es a amar la muerte, es amar las piedras, el asfalto, el cemento, lo aparentemente insensible.
Escribir es como grabar una película porno: es más exhibicionista. El actor porno muestra su cuerpo, la piel, el sexo, llega a la eyaculación abundante, viscosa. El escritor está mostrando constantemente sus ideas, su ideología, lo que piensa, ésta es su exhibición patética, no llega a ningún lugar. Comparte lo mejor que una persona puede tener, sus ideas, a la vez sabe que lo que ofrece a casi nadie interesa. Visualmente no hay cómo medir, pesar un cúmulo de ideas, en eso el actor porno le gana al escritor.
Solo cuando el escritor, el artista, toma partido, cuando no es sólo un escribano, y pone en práctica su texto; solo en ese caso se equilibran actor porno y escritor.
La escritura sale de los límites de la hoja. En ese desbordamiento, en ese derrame, en esos residuos, escombros, restos, es donde está el arte que me interesa.
En aquellas fotos de Quito, como en un desbordamiento desterrado, se hablaba de la ciudad sin estar ella presente. La referencia en muchos casos es la realidad. La conferencista, alta de cabello corto, canoso, no había nacido en el Ecuador ni mucho menos en Quito.
¿Por qué no aplicamos la misma teoría con las personas? ¿Por qué no nos hacemos amigos, o nos enamoramos de las referencias? Porque insistimos en conocer la esencia, llegar al fondo, si el fondo no existe está roto. En la medida que se avanza, hay más oscuridad, se hace difícil el trayecto. Quizás por eso muchas personas centran sus vidas en ir conociendo amigos, amantes, ciudades. Unos meses: suficientes para conocer un poco el pensar, reconocer el color de la piel, algunas calles.
Por lo general la gente se asusta cuando se quiere llegar más lejos, a la intimidad de sus pensamientos, y terminan alejándose. Terminan buscando otros individuos para seguir engrosando la colección de superficies.
He amado a las pieles arrugadas, las que tienen heridas, quemaduras, las maquilladas, sudadas, el olor de las axilas. Qué sería de la libertad sin la presión que intenta encerrarla, encapsularla. Toda verdadera libertad es rebeldía, indisciplina.
Exprimo un tubo de acrílico, queda poca pintura en el envase de aluminio moldeable. Aprieto, exprimo para poder sacar el poco pigmento que está dentro. En la boca del tubo la pintura está seca, no permite que salga el pigmento que está detrás. Aumento la presión, el chorro sale disparado proyectándose contra los cristales de mis espejuelos, manchando mi rostro.
El gobierno en Cuba está seco, no escucha, está muerto.
Debí esperar muchos años para publicar mis ideas, debí vivir en otro país para firmar mis textos con el nombre que todos conocen de mí. Con el nombre que me identifica. Debí irme para encontrar mi identidad.
Algunas personas, familiares me escriben para decirme: te estás marcando, te estás ensuciando, sin necesidad. No les contesto. Siempre pido al terminar me echen el semen en la cara, que me escupan y luego que recojan esa saliva con la lengua. Me ensucio cuando pinto, me gustaba embarrarme cuando trabajaba en la restauración, diez años en que fui feliz. Me levantaba temprano, sabía que me esperaba la ropa de trabajo, ropa sucia, mal oliente de lunes a viernes. He aprendido con los campesinos, albañiles, carpinteros, ingenieros, arquitectos, políticos, médicos que solo los que se ensucian pueden construir. Pero hay una diferencia. Las personas que construyen no esconden la suciedad, se sienten orgullosos de mostrar las marcas que han dejado alguna labor en su cuerpo.
Los que protestan son mis amigos, los que están en huelga de hambre, los socios, los gay, las lesbianas, los que no tienen ningún vínculo laboral, los que miran de reojo. Los emigrantes.
Lo excremental es la gloria nacional. ¿Cuándo los mandatarios terminarán de percatarse que esta realidad es absoluta? En dependencia de cómo se alimente un país, serán las heces fecales del cuerpo de la nación. La mierda que irremediablemente el cuerpo-país tiene que expulsar para seguir viviendo.
¿Quiénes en Cuba son los excrementos de más de 60 años de revolución, de dictadura? ¿Quiénes aquí mismo en Quito son las heces fecales de esta ciudad, de este otro sistema, de este país? Reconocerse mierda sería más que un acto de extrema sinceridad, y toda sinceridad está acompañada de una actitud política.
Veo lo que todos ven pero muy pocos denuncian. Asisto a un recital de poesía, casi nadie habla de las excrecencias, de la suciedad. ¿Quién escribe de los vagabundos del parque El Ejido, los que duermen en cajas de cartón de las refrigeradores, muy parecidas a las cajas en donde depositaban a los fallecidos por el virus en Guayaquil?
Esas cajas fueron hechas para empacar neveras y ahora son camas-casas para vagabundos, féretros para los muertos por el virus. Cajas, mercancía, entregada a la muerte. En Quito puedo escribir, decir lo que pienso. Pero al caminar por la ciudad siento miedo, alguien me persigue. El asaltante es parte de la geografía sentimental de la urbe. He sentido su mano apretándome el cuello. He sentido la sospecha inclusive en la chica de aretes largos, la que fue muy amable al explicarme la dirección y se despidió con una sonrisa.
La primera vez que dije: el otro extremo de la identidad del quiteño está en el mercado de San Roque, todos me miraron censurando mi parlamento.
En los mercados antiguos se concentran la esencia más común, la que no tiene filtros, la que no le interesa aparentar.
Escribo de la señora que se gana la vida vendiendo encebollado en el último piso del mercado, de los jóvenes estibadores que cargan sacos de viandas. Desde muy temprano bajan esos bultos, depositan la mercancía en los puestos.
¿Quién me habla de la mujer que hace la limpieza de los baños, esos pequeños cubículos arrendados al lado de donde venden animales vivos?
Cuando pasan un reportaje por la tv sobre los emigrantes, desplazados, o algún grupo vulnerable (travestis, prostitutas, mujeres, negros, disidentes) la cámara trata de mostrar una realidad que a muchos nos hiere. Pero lo cierto es que la cámara se posa en los rostros de esos individuos como los ojos de los que compran en el área donde venden animales vivos. Carne viva, mano de obra barata, ganga, gente dispuesta a hacer de todo. Gente dispuesta a construirse, a destruir, a construir una mejor vida (quizás).
En Quito se han establecido a vivir muchos extranjeros, a diferencia de La Habana. En La Habana la estancia está dada por un corto tiempo. Viaje, vacaciones, nadie se aventura a buscar mejor vida en ella.
Cuba es un país casi en su totalidad llano no solo en el terreno. No hay etnias, existe un solo idioma. Parece un pueblo uniformado.
Quito es una constante fragmentación que se integra y se desgrana, como sus montañas, como su propia gente. Como su clima. He oído hablar a los campesinos indígenas en quechua. Los oí hablar en una lengua que casi nadie conoce, una sonoridad nueva para mí, una sonoridad que les repugna a algunos. Ellos sin saber tienen lo que yo siempre he querido tener: un idioma para los míos.
(Créditos de las imágenes según el orden en que aparecen)
- Acuarela de Yuliet Aguilar
- Foto tomada de Internet
- Foto “Virgen y Vagina” de Mónica Castagnotto
- Foto tomada de El País. Autoría de Edu León